jueves, 1 de agosto de 2013

ESPACIO DE REFLEXIÓN

El servicio como buena noticia

En la última cena, tal y como nos la explica el Evangelio de Juan, y con el gesto genial de lavar los pies a sus discípulos, Jesús confirma que para él lo más importante es el servicio (Jn 13,1-17). De hecho no deja de ser chocante que en aquella última oportunidad no hable a sus discípulos de Dios, ni les enseñe una oración, ni siquiera les consuele o anime ante lo que se les viene encima… les habla de lo que siempre les ha hablado, de la entrega y la generosidad que construyen el reino, del espíritu de servicio que posibilita un mundo nuevo. En este sentido, está claro que el gesto de lavar los pies es equivalente al gesto de partir el pan, que es su cuerpo: una invitación a vivir sirviendo.

Sirviendo, no siendo servil. Pues aunque servicio y servilismo aparentemente se parezcan (lo que “sucede” y “se ve” es muy parecido), en realidad no tienen nada que ver, pues el servicio se hace libremente, por amor, mientras que el servilismo es el favor que se presta a alguien con autoridad para evitar un mal o para conseguir un bien. A Jesús no le interesa el servilismo, porque denigra al que “sirve” y deshumaniza al que “es servido”.

Jesús, pues, habla de servicio. Y la cuestión fundamental que debemos plantearnos es esta: ¿Y dónde está la buena noticia en este mensaje? ¿Por qué es buena noticia la llamada a servir?

La respuesta cristiana es que vivir en actitud de servicio nos hará felices, y que por eso es buena noticia. Y sin embargo… ¡cuánto nos cuesta creer eso! La duda persiste: ¿por qué es el servicio el camino hacia la felicidad? ¿En qué sentido? ¿De qué sirve servir?

Ensayemos algunas respuestas. La primera es que el servicio nos libera.

Para ver eso, deberíamos pensar cómo concebimos la relación entre el servicio la libertad. ¿Qué ocurre a menudo? Que confrontados con estas dos dimensiones de la vida humana, pensamos que una es positiva y otra negativa. Quizá no lo decimos, pero lo pensamos. Y entonces buscamos la primera (la libertad) pero rehuimos la segunda (el servicio). Todos corremos a apuntarnos a “ser libres”, mientras que el servicio más bien intentamos evitarlo ―“que eso lo haga otro”, diríamos. Porque nos parece que esto de “servir” en realidad va a menoscabar nuestra libertad. Casi como si fueran cosas incompatibles. Y discurrimos así: “Si quiero ser libre no puedo servir, porque si sirvo no podré ser libre”.

La propuesta de Jesús, y toda la vida cristiana, es ni más ni menos que una respuesta a esta situación. Jesús viene a dar testimonio de que (en contra de lo que pueda parecer) no sólo servir no limita nuestra libertad, sino que de hecho el servicio nos libera. Más que eso, el Evangelio se podría resumir así: sólo a través de una actitud de servicio (sincera, real) encontraremos una libertad auténtica, duradera, sólida. Y por lo tanto, todos los intentos de ser libres sin servir fracasarán.

¿Y cómo nos libera el servicio?

El servicio libera porque nos hace salir de nuestros pozos interiores, de las trampas que nos tiende la preocupación por nuestro propio bienestar. Interesándonos por las vidas de los demás relativizamos nuestros propios problemas.

El servicio nos libera de vivir pensando en clases, categorías, elites y exclusividades. Nos hace iguales. En el servicio nadie alardea de ser “más que” el otro. El servicio elimina la necesidad de competir, de conseguir reconocimiento y estatus.

En este sentido, el servicio nos libera de la preocupación por nuestra imagen. A alguien que sirve no le importa mucho la apariencia ―sus buenas obras son su mejor perfil.

El servicio también nos libera de la negatividad, de la desesperanza; nos ayudamos unos a otros porque confiamos en que juntos podemos mejorar nuestras vidas.

Y el servicio libera nuestra ternura, que demasiadas veces queda presa en nuestro interior. Servir nos permite ser tiernos y delicados con los demás.

Además de ser liberador, el servicio es buena noticia porque nos ayuda a realizarnos como personas: una vida de servicio es una vida satisfactoria.

Alguien podría argumentar que todas estas respuestas no acaban de llegar al corazón del asunto. Podría objetarse que muchas otras cosas nos liberan y nos ayudan a realizarnos: la contemplación de una obra de arte, por ejemplo, también puede ayudarnos a salir de nosotros mismos. Y no podemos dudar de que existan infinidad de ocupaciones que, sin tener nada que ver con el servicio, también pueden ayudar a que quien las desempeña se sienta realizado. Tiene que haber algo más, algo específico del servicio.

Quizá lo que sí logra únicamente el servicio, lo que realmente lo convierte en el camino más seguro hacia la felicidad, es en definitiva que posibilita el amor. Es muy difícil amar a un egoísta. Alguien que nunca ayuda a nadie, que nunca sirve, termina inevitablemente sin amistades profundas. Al final, superados elementos externos que hacen que alguien nos resulte más o menos atractivo, lo que realmente crea vínculos duraderos entre las personas es que sepamos que podemos contar unos con otros.

Por eso, volviendo al relato que Juan hace de la última cena, cuando Pedro le dice a Jesús que no le lave los pies, Jesús contesta: “Si no te los lavo, no tienes nada que ver conmigo”. Porque las personas terminamos amando a y “teniendo mucho que ver con” aquellos que son generosos. El amor, sin el que no existe la felicidad, no puede crecer sin el servicio. Así, el servicio es buena noticia porque amamos a quien nos ayuda y amamos a quien ayuda: la misión compartida crea un vínculo que nada más puede crear.

Deberíamos animarnos a vivir esta maravilla: las consecuencias gozosas de entender que el servicio no es una trampa que nos encadena sino un trampolín que nos hace volar hacia la libertad más alta y la felicidad más real.


                                                                     Martí Colom

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