ESPACIO DE REFLEXIÓN
TIEMPO DE PENTECOSTÉS: LA FIESTA DE LA
UNIVERSALIDAD
Esteve Redolad
«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos
en el mismo lugar. De repente (…) se llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas extranjeras (…). Al oír el ruido, acudieron en
masa y quedaron desconcertados, porque
cada uno los oía hablar en su propio idioma (…) preguntaban: -No son
galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los olmos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia,
Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o
en la zona de Libia; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o
prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia
lengua». (Hch 2,1-11).
La fiesta de Pentecostés, como muestran las frases marcadas
en cursiva en esta cita, es la fiesta de la comunicación, es la fiesta en la
que celebramos que los seres humanos somos capaces de comunicarnos de forma
enriquecedora y fructífera, superando diferencias lingüísticas y culturales. A
pesar de vivir en plena globalización y en la llamada era de las
comunicaciones, la capacidad universalista a la que apunta la fiesta hoy tiene,
en pleno siglo XXI, tintes de reto. Una pequeña pincelada histórica nos puede
ayudar a averiguar el porqué.
Una de las grandes conquistas de la que se jactaban los
padres de la Ilustración en el siglo XVIII
fue la superación de las supersticiones religiosas y los abusos sociales
del ancien régime. El hombre, dirían
ellos, había encontrado en la razón un nuevo referente universal desde donde
explicarse a sí mismo, sin necesidad de Dios ni de la religión. Así pues, desde
la razón nació el concepto de los derechos universales del ser humano, la lucha
contra privilegios de cualquier índole (religioso, político o social) y la
defensa de los valores democráticos. La diosa
razón, como fue bautizada, pasó a ocupar el altar de la modernidad y con
ella los ya conocidos ideales de igualdad, libertad y fraternidad. Sin embargo
las pretensiones igualitaristas y universalistas de la Ilustración pronto se
pusieron en tela de juicio.
El Despotismo Ilustrado, el Romanticismo y los
sentimientos nacionales, juntos con la
expansión colonial del siglo XIX, hicieron tambalear los axiomas
universales del racionalismo. El discurso sobre el mundo y sobre el hombre, ambos
cada vez más estudiados y conocidos, era sospechoso porque tenía un carácter exclusivamente
occidental. Con las primeras independencias de las colonias, se oían (e
interpretaban) las voces de las sociedades y culturas de Asia, América y África que relativizaban
(y cuestionaban) los valores racionalistas surgidos en Europa.
Los valores occidentales ilustrados, sus ideales
políticos y filosóficos eran paulatinamente destronados de su pretendida
universalidad y en su lugar iban apareciendo nuevas nociones filosóficas que reclamarían
su espacio.
Ya a principios del siglo XX surgen los primeros
filósofos del lenguaje, y con ellos, el lenguaje entendido no solo como
transmisor sino también como creador y posibilitador de pensamiento e identidad.
El lenguaje, y con él la cultura o la nación, se
convierte en el sistema de referencia desde donde cada pueblo y cada cultura se
traza su propio entendimiento de sí mismo y el de los demás. Con el surgimiento
de estos nuevos conceptos nace una nueva revalorización de nociones como el carácter nacional, o la cultura, y en
su versión radical, el determinismo cultural o la concepción idealista y
estática de la cultura.
Así como la noción central de Dios fue substituida por la
razón, y ésta a su vez por la concepción del
lenguaje (o cultura) como sistema de referencia primado e inamovible,
hoy también la identidad cultural o nacional puede empezar a cuestionarse.
En plena globalización e inmersos de lleno en la
revolución tecnológica, los valores culturales todavía venerados están cada vez
más difuminados por la mezcla imparable de grupos, culturas, creencias,
experiencias y personas que nuestro mundo experimenta. Estamos en el periodo
con más inmigración de la historia. Somos más inmigrantes en proporción a la
población, más personas viajan y más lejos, más a menudo y durante más tiempo. Las
culturas están destinadas a ser más abiertas y a ser menos longevas que en un
pasado no muy lejano. El mestizaje racial y cultural es irrefrenable. En pleno
siglo XXI, con una volatilidad cultural creciente, defender la cultura como
paradigma o como sistema de referencia inmutable será cada vez más
insostenible.
Quizás no exista paradigma teórico o filosófico que nos
indique un nuevo valor universal que defina al ser humano más allá del lenguaje
o de su particular paradigma cultural. Durante las últimas tres centurias el
principio universal se desplazó desde la divinidad a la razón y de ésta al
principio más rico pero igualmente rígido de cultura (o nación o lenguaje).
Pero parece que la cultura no es el fin de la pregunta sobre la identidad
humana. Quizá la búsqueda universal sobre el hombre no tiene que venir del
mundo de las ideas sino del mundo de la experiencia. Desde la experiencia
sabemos que por muy difícil que resulte, siempre es posible la comunicación con
cualquier persona de cualquier punto del planeta; la capacidad de enternecerse
con una sonrisa o de angustiarse con un llanto; la capacidad de entender el
sufrimiento de otros y solidarizarse con desconocidos. Esta capacidad, esta
experiencia, difícil de definir desde la filosofía, es la que narra el pasaje
de la experiencia de Pentecostés, la experiencia del Espíritu, la experiencia
de entender y hacerse entender; la experiencia de superar las diferencias
culturales, religiosas, lingüistas, históricas, sociales, económicas, y que
hace posible que individuos de dos mundos distintos puedan comunicarse y
amarse.
En plena postmodernidad (desde la absolutización de lo
relativo) es difícil hablar de experiencias universales sin ser tachados de
imperialistas culturales o conquistadores ideológicos. Quizás mejor no nos
entretengamos en hablar de ello, sino que vivamos (desde el privilegiado
momento histórico en el que las experiencias de diversidad son ya ineludibles) un
Pentecostés en el que aquellos que la época de la absolutización de la cultura
convirtió, por hablar una lengua distinta,
en “los distintos, los otros y los extraños”, se conviertan en iguales,
personas con las cuales podamos comunicarnos y en quien sepamos reconocernos.