A FONDO
LAS CARAS DE LA IGLESIA: ¿Y QUIÉN ES "LA IGLESIA"?
Los miembros de la Comunidad de San Pablo tenemos el gran privilegio de
poder convivir, trabajar y aprender de diferentes sociedades, mundos y
culturas. De esta manera, tenemos oportunidad de conocer diferentes caras de la
Iglesia, tanto las formas en que los cristianos nos identificamos y
relacionamos con ella, como también las diferentes caras que ofrecemos a la
sociedad en distintos lugares del planeta. Cuando con frecuencia alguien nos
pregunta cuál es la postura de “la Iglesia” sobre tal o cual tema, cómo es que
“la Iglesia” no hace esto o lo otro, “¿has visto lo que ha dicho “la Iglesia”
sobre tal asunto?”, me planteo cada vez más: ¿de qué Iglesia estamos hablando?
Para muchos de nosotros, la Iglesia Católica solamente tiene una cara:
la más cercana, la que me enseñaron mis padres, la que nos transmiten los
medios de comunicación social, la de mi parroquia, mi ciudad, mi país. He
querido detenerme a pensar, por un momento, en las siguientes caras de la
Iglesia que he podido ir conociendo en mi limitada experiencia.
En Europa, y en otras sociedades occidentales, hemos aprendido a dar un
gran valor a las personas concretas, a su identidad irrepetible. A la vez, y en
defensa del individuo, somos muy críticos ante las instituciones, sobre todo cuando
sentimos que éstas limitan o coartan nuestras libertades personales. En nuestras
sociedades de origen y mayoría cristiana, muchos vemos hoy a la Iglesia como una
realidad alejada de nuestras vidas diarias, gobernada y representada por
“otros”, portadora de unos valores antiguos, casi anacrónicos; y si no nos
ofrece todo aquello a lo que aspiramos, nos mantenemos al margen.
Sin embargo, los misioneros son comúnmente percibidos como la otra cara
de la moneda, la parte sana, valiente y admirable de la Iglesia, como si se
tratara de sus “cascos azules” que de alguna forma logran redimir la imagen lejana
y negativa de la Iglesia… La gran sensibilidad social y la defensa de los
derechos del individuo que profesamos hacen que acabemos midiendo a la Iglesia
por aquello que “hacen” sus misioneros, mientras que sus enseñanzas, que nos recuerdan
el valor del sacrificio personal y las paradojas de la vida cristiana, nos generan
rechazo. Esta es una cara de la Iglesia, que deriva en una actitud de
indiferencia ante una institución a la que criticamos con facilidad pero a la
que acudimos en momentos señalados de nuestra vida; a la que exigimos mucho y,
en general, aportamos poco.
En África me he encontrado con una realidad bien distinta a la europea:
aquí el ser humano tiene mucho más desarrollado su sentido colectivo, de
pertenencia a un grupo humano concreto, y la religión es la que inserta a la
persona en una historia y en una sociedad específica, a través del contacto con
el pasado y con el futuro, con los ancestros y con la descendencia… Las
personas, y los cristianos en concreto, encuentran en la Iglesia una Familia
más que una institución, que les aporta un sentido de pertenencia, de
seguridad, de acogida. Por otro lado, y para poder preservar este sentido de
pertenencia, no tienen mayor problema en cambiar de iglesia o incluso de
religión cuando las circunstancias cambian, ya que lo importante es pertenecer
a un colectivo con identidad religiosa, no tanto si se trata de unos u otros. No
siempre hay una conciencia clara de la identidad específica de la Iglesia
Católica: el individuo no es nada si no pertenece, es la pertenencia lo que lo
define, lo protege, le da una identidad, y por lo tanto, ser católico, anglicano, musulmán
o animista es igualmente válido, mientras sepamos que no estamos solos y que
pertenecemos a una comunidad del presente, en contacto con el pasado y
caminando hacia el futuro.
En el contexto africano he visto que no solemos preocuparnos demasiado
por lo que ocurre en las “altas esferas”, porque se trata de nuestra familia, y
lo que hagan los jerarcas es asunto de “mayores”. Nos sentimos parte de nuestra
Iglesia, sobre todo a nivel local, grupal, familiar, aunque eso de la Iglesia
universal posiblemente nos quede un poco lejos. Pero estamos orgullosos de
nuestra Iglesia, en la que rezamos, bailamos, reímos y lloramos, como ocurre en
todas las familias.
Haciendo otro salto, y habiendo vivido un tiempo en los Estados Unidos
de América, he observado otra mentalidad que podría denominar de conciencia de “minoría”
entre los católicos. Aquí vivimos sabiéndonos rodeados por otras confesiones
cristianas y por otras religiones, y por lo tanto estamos un poco “a la defensiva”:
tenemos que proteger nuestra identidad para que no se pierda la esencia, lo
específico del ser católico: justo al contrario que en África, aquí se trata de
defender una y otra vez aquello que nos hace diferentes de los demás grupos,
incluidas las formas, las tradiciones, cualquier detalle. Y nuestra pertenencia
a la Iglesia Católica es en ocasiones apasionada, buscando en todo momento
aquello que nos hace ser católicos, que nos otorga identidad propia… ¡hasta a
los curas muchas veces queremos convencerles para que sean más y más católicos,
que se vea la diferencia!
Buscando esta cara de Iglesia militante, comprometida, segura de sí
misma, queremos una Iglesia que sepa defender los valores sobre los que está
fundada, y que no se diluya en un mundo de moral un tanto dudosa, y que nos
genera cierta desconfianza.
En México, por otro lado, he observado que, junto a una élite todavía fruto
de la Ilustración, escéptica en materia de religión, vive un sector amplio de población,
resultante del mestizaje cultural y religioso, con un fuerte sentido de religiosidad
popular, que busca (y encuentra) en la Iglesia Católica el cauce para poder
canalizar sus anhelos espirituales, de comunicación con la realidad divina. Esta
religiosidad popular, que moviliza a millones de personas cada año hacia
lugares de peregrinación, y jalona el calendario de fiestas de contenido
religioso, llena un vacío existencial, y ofrece una respuesta a la búsqueda de
sentido y de identidad. Rozando a veces la superstición y el sincretismo, sin
embargo hay aquí una fe genuina y sincera, reflejo de una visión trascendente
de la realidad que va más allá de la vida que podamos percibir con nuestros
sentidos.
La Iglesia, además, se convierte en dispensadora de bendiciones,
institución valiosa a la cual poder recurrir en caso de necesidad, promesa de
permanencia y garantía de estabilidad en un mundo siempre amenazado por lo
efímero y por la violencia recurrente.
En India, donde he podido conocer algo la vida religiosa, la población
cristiana, tan en minoría, ha sabido cultivar un sentido de pertenencia muy marcado,
que les permite profesar su fe con orgullo. Siempre conscientes de ser una
minoría en un universo dominado por religiones milenarias, los cristianos en
Asia viven activamente su pertenencia a la Iglesia, a la cual dedican muchas energías
y esfuerzos, y en la que depositan todas sus esperanzas y orgullo.
Y me sigo preguntando, cada vez más: ¿quién y qué es la Iglesia? ¿Es la
curia, la jerarquía visible, heredera de la Cristiandad Romana de Constantino?
¿Son aquellos que, con fortuna diversa, copan los titulares en los medios de
comunicación? ¿Es la religiosa misionera que atiende a los moribundos de SIDA
en un hospital rural del África negra, son los millones de peregrinos que
inundan el Santuario de la Virgen de Guadalupe en la ciudad de México el 12 de
diciembre? ¿Es el grupo de oración que mantiene vivo el rezo del rosario entre
los inmigrantes indios y filipinos en los países del Golfo, son los monjes
cartujos que conservan una vida de paz y oración en medio de un mundo frenético,
es la mujer de fe que lucha por mantener unida a su familia en la oración a
pesar del alcoholismo de su marido? En este mundo global, en medio de sociedades
cada vez más heterogéneas y diversas, cuando nos hemos acostumbrado ya a los
términos multicultural y multilateral, la Iglesia ha adquirido tantos rostros
como personas que creen en la buena noticia de Cristo encarnado, que se hace
presente en todas y cada una de las realidades del mundo.
Creo que nadie puede arrogarse el privilegio de ser más Iglesia que los
demás, pero tampoco nadie tiene porqué creerse menos Iglesia que aquellos a los
que en ocasiones señalamos como “la Iglesia”. Ciertamente Jesús de Nazaret, un
judío de hace 2000 años, no pudo prever el mundo en el que vivimos en el siglo
XXI, pero su mensaje, que ha sido capaz de interpelar todas las culturas y
civilizaciones a lo largo de la historia, tiene que asumir tantas caras como
realidades en las que se sigue encarnando.
Yo creo en una Iglesia que, siendo una, tiene infinitas caras: diferentes
entre ellas, pero que forman un cuerpo plural y diverso en el que todos tenemos
cabida.
Pablo Cirujeda