jueves, 21 de noviembre de 2013

A FONDO

Celestino V, Ramon Llull y el ejemplo de Blanquerna

A raíz de la inesperada renuncia de Benedicto XVI hace ya ocho meses, se habló mucho, lógicamente, de los precedentes históricos que tuvo esta “abdicación” papal. Aunque hubo quien describió tres renuncias previas a la sede romana (la de Joseph Ratzinger sería entonces la cuarta), esto no es exacto. Se menciona a Benedicto IX (1045), a Celestino V (1294) y a  Gregorio XII (1415). En realidad, sólo la de Celestino V puede considerarse una renuncia en toda regla. La única hasta la de 2013. Veamos muy brevemente por qué las otras dos no deberían presentarse propiamente como renuncias, para pasar luego al nudo de nuestro tema.

En cuanto a Benedicto IX, todo su papado fue caótico y conflictivo: elegido en 1032, pronto dio muestras de no entender las responsabilidades básicas que su cargo implicaba, y en 1044 fue expulsado por el pueblo de Roma en medio de grandes disturbios. Otro papa fue elegido (Silvestre III). Benedicto regresó a las pocas semanas y expulsó a su rival, pero finalmente, ante los rumores de que se iba a casar, y a cambio de una fuerte suma de dinero, cedió sus funciones a Juan Graciano, que sería elegido papa con el nombre de Gregorio VI (1045); ésta es su supuesta renuncia. De nuevo se arrepintió Benedicto de haber dejado el papado y trató de expulsar a Gregorio, sin conseguirlo: finalmente, en 1046, en el Concilio de Sutri, tanto Benedicto como Silvestre y Gregorio fueron destituidos, y un  nuevo papa fue elegido (Clemente II). Parece ser, además, que Benedicto nunca cesó, el resto de su vida, de luchar por reconquistar el papado.


Por otro lado, la renuncia de Gregorio XII en 1415 se produjo en el contexto del Cisma de Occidente, que marcó todo su pontificado: la verdad es que Gregorio tuvo que renunciar obligado por el emperador Segismundo y el Concilio de Constanza  (logrando a cambio que no se le considerara un “anti-papa”), que había sido convocado precisamente para terminar con el cisma.

En definitiva, pues, vemos que históricamente la única renuncia auténtica, es decir, voluntaria, que se puede equiparar a la de Benedicto XVI (con la que además tiene ciertos paralelismos), es la de Celestino V en 1294. Es la única, ciertamente, en la que no hay ninguna duda respecto a la libertad con la que actuó el pontífice.   

La extraordinaria historia de Celestino V es bien conocida, quizá porque tiene elementos de una auténtica novela de intriga medieval. Se llamaba Pietro Angelerio (o Angelario) y a los diecisiete años entró en el monasterio benedictino de Santa Maria de Faifoli. Tres años después se dio cuenta que la vida monacal no era para él, y dejó el monasterio para poder llevar una vida eremítica en los bosques del Monte Morrone. Allí se le juntaron seguidores. De hecho, terminó por fundar con ellos una comunidad de contemplativos (que con el tiempo serían conocidos como los “celestinos”), y vivió ni más ni menos que sesenta años entre cuevas y montañas llevando una vida de oración. La fama de Pedro, identificado ya con su lugar de oración y llamado así “de Morrone”, creció por toda Italia.

Llegamos a 1292: en abril muere Nicolás IV, el primer papa franciscano. Los doce cardenales que deben elegir al nuevo obispo de Roma están divididos entre los Colonna (y sus partidarios) y los Orsini (y los suyos). Son dos poderosas y robustas dinastías romanas, cada una con sus intereses, con sus alianzas políticas, ambas dispuestas a conseguir “su” papa. De hecho, los Orsini ya habían tenido papas entre sus miembros, y volverían a tenerlos, y también los Colonna lo lograrían. Pero ahora pasan los meses y los cardenales no llegan a ningún acuerdo. A medida que el periodo de sede vacante se va alargando, el desorden se va adueñando de Roma: hay saqueos de palacios e Iglesias, se habla de pelegrinos asesinados… transcurren más de dos años y los cardenales siguen sin decidirse. En junio de 1294 están reunidos en Perugia. Y entonces, indignado, Pietro da Morrone decide escribir desde sus bosques remotos una carta breve y feroz a los cardenales, exhortándoles con expresiones poco diplomáticas a que elijan, ya sin más demora, un Papa para la Iglesia. La carta tiene un efecto inesperado: causa tal impresión, que contra todo pronóstico los cardenales deciden algo extraordinario: ¡elegirle a él! Es el 5 de julio de 1294. Cuando los emisarios de los cardenales llegan a la cueva del eremita Pietro y le informan de la asombrosa decisión, él no se lo puede creer, y de hecho se resiste. Pero al fin cede, se marcha con ellos y es coronado Papa en l’Aquila el 29 de agosto con el nombre de Celestino V: tiene 83 años. Se instala en Nápoles; nunca llegará a pisar Roma. Pensadores y líderes reformistas de toda la cristiandad ponen en él grandes esperanzas: quizá este anciano espiritual, pobre y humilde sabrá renovar la Iglesia. Pero muy pronto, él (y después el mundo) comprende el error que cometió al aceptar la insensata decisión de los cardenales, pues Pietro no está hecho para gobernar la Iglesia. El rey Carlos II de Nápoles lo manipula, las tensiones en la corte lo abruman… en un momento dado se hace construir una cabaña de madera dentro del palacio en el que reside, para vivir, entre los muros del castillo, como si estuviera todavía en el Monte Morrone. Finalmente, el 13 de diciembre, cinco meses después de su elección, convoca a los cardenales; les dice que va a leerles una declaración de suma importancia, y les ordena severamente que no lo interrumpan hasta que termine. “Yo, Celestino V, movido por razones válidas, es decir, por humildad, por el deseo de una vida mejor, por una conciencia angustiada, por dificultades en mi cuerpo, por falta de conocimientos y por limitaciones personales, a fin de que pueda abrazar una vida de más humildad, voluntariamente y sin ninguna presión, renuncio al papado, a su posición y dignidad, cargas y honores, con plena libertad”[1]. Es un gesto inédito, desconcertante. Le piden que lo reconsidere, pero Celestino, que ya vuelve a ser Pietro da Morrone, esta vez no cede en su determinación. Hay una nueva elección, de la que saldrá elegido Bonifacio VIII. En un primer momento, éste deja marchar al papa dimisionario de la corte, pero pronto se arrepiente. ¿Cómo podría llegar a perjudicarle un Celestino en libertad, andando por Italia, con gente dudando acerca de cuál de los dos era el papa verdadero? ¿Y más todavía, cómo podrían llegar a utilizar la figura de Celestino los enemigos del nuevo pontífice, en especial todos aquellos que tantas esperanzas habían depositado en él, imaginando que sería el hombre providencial que limpiaría la Iglesia de corrupciones y mediocridades? De modo que antes de que pueda llegar a sus queridos bosques para seguir viviendo como un eremita, Pedro es interceptado por una cuadrilla de hombres armados que lo detienen en nombre de Bonifacio, se lo llevan a la fuerza y lo encierran en el castillo de Fumone. Allí morirá el 19 de mayo de 1296. Se rumorea que ha sido envenenado por orden de Bonifacio. Asesinado o no, Pedro acaba su infeliz periplo preso en una mazmorra, lamentando, a bien seguro, el día en que decidió escribir aquella desdichada carta, y el día en que aceptó el papado.

La Iglesia lo canonizó en 1313. Desde entonces ningún otro papa ha querido llamarse Celestino.

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Los paralelos entre Celestino V y Benedicto XVI, si dejamos de lado los aspectos más pintorescos y novelescos del caso medieval, son claros: un papa anciano y cansado, en pleno uso de su libertad de conciencia, decide que no está capacitado para ejercer el ministerio petrino, lo comunica de forma definitiva a los cardenales y abdica para poderse dedicar a una vida de oración.

Y si la renuncia de Benedicto en el siglo XXI ha sorprendido al mundo, la de Celestino en el siglo XIII causó estupor, asombro y también indignación y rechazo. Hasta el punto que, como es bien sabido, cuando al cabo de pocos años Dante escribió su Divina Comedia envió a Celestino al infierno, por haber cometido, “per viltà” el famoso “gran rifiuto”[2]. En realidad, en cierto modo la abdicación de Pietro da Morrone fue más valiente que la de Joseph Ratzinger (sin que con eso queramos escamotearle valor ni mérito al caso actual, que tiene mucho): con su gesto se estaba enemistando abiertamente con el rey Carlos II, que lo quería manejar a su antojo y lo consideraba “su” papa; además, a ojos de muchos, traicionaba la oportunidad de reformar la Iglesia, decepcionando a todos los que habían puesto en él grandes esperanzas; y en aquellos tiempos violentos se arriesgaba a recibir graves represalias, como en efecto sucedió. Además, ¡no contaba con ningún precedente! Benedicto, por lo menos, lo tenía a él como referencia histórica[3].  

¿De dónde sacó aquel anciano la audacia para llevar a cabo su insólito gesto? Se hace difícil pensar que no tuvo apoyos, consejeros con los que calibrar o pensar su decisión. Lo que aquí queremos sugerir es que quizá tengamos la posibilidad de descubrir por lo menos un elemento que ayudó a Celestino a tomar su inédita decisión: su contacto con Ramon Llull. Se trata de una hipótesis conocida, discutida por muchos y defendida por otros: por ejemplo, por Martí de Riquer[4], o por Gabriel Ensenyat[5]. El objeto de este breve artículo es precisamente tratar dicha hipótesis con cierta profundidad.

Sabemos que Ramón Llull visitó a Celestino en Nápoles y que estaba allí cuando el papa renunció: lo dice el mismo Llull en su breve autobiografía, la Vida Coetana[6]. De hecho tenemos constancia de que el mallorquín visitó a cuatro papas, siempre buscando apoyo (casi siempre sin éxito) para sus novedosos proyectos misioneros. Llull insistía, una y otra vez, que Roma bendijera y promoviera la creación de centros de formación en los que clérigos cristianos aprendieran el árabe y otras lenguas, para poder luego ir a misionar con amplios conocimiento de las culturas a las que llegaban. Pues bien, en 1294 presentó estos ideales al papa Morrone en un documento titulado Petitio in civitate neapolitana sancto Patri Coelestino quinto. Es fácil imaginar que Llull, hombre de profunda espiritualidad, a la vez activo y contemplativo, y de talante reformador, fue de los que al conocer la elección del santo eremita a la sede de Pedro vio en Celestino la posibilidad de la tan ansiada reforma de la Iglesia, reforma que pasaría por la adopción de sus originales métodos misioneros. Llull, en otras palabras, tenía que mirar al nuevo papa con natural simpatía. Y viceversa: es lógico asumir que el contemplativo Pietro da Morrone se sentiría cercano a las posiciones del autor del Llibre de l’Amic i l’Amat.

Llull, curiosamente, está en Nápoles ya desde finales de 1293. Después de un breve viaje a Barcelona en julio de 1294 (justo cuando es elegido el nuevo papa), volverá y se quedará en la ciudad napolitana durante todo el pontificado del Celestino. No sabemos en qué mes se entrevista con el papa, si fue una sola vez o varias, pero sabemos que el papado de Celestino dura apenas cinco meses, y que Llull permanece todo este tiempo en aquella ciudad. De hecho, se irá una vez sea elegido Bonifacio VIII, cuando Llull lo siga hasta Roma para proponerle los mismos proyectos que presentó a Celestino.

Todo eso, recordémoslo una vez más, sucede en 1294. Pues bien: once años antes, en 1283, en Montpellier, Llull ha escrito El llibre d’Evast e Blanquerna, una de sus obras más conocidas. Se trata de una fenomenal novela que describe el itinerario vital de Blanquerna, un hombre que siente vocación a la vida contemplativa y se hace monje, luego es elegido abad de su monasterio (que reforma), después es nombrado obispo, y ordena sabiamente su obispado, y finalmente es elegido papa. Como ya hiciera en el monasterio y en su diócesis, el Papa Blanquerna reforma la Iglesia drásticamente (son páginas profundas y sugerentes)… y una vez terminada su obra reformadora, ¡renuncia al Papado!, para poderse finalmente dedicar a la vida eremítica, como desde el principio ha sido su sueño[7].

Las coincidencias son demasiado evidentes como para ignorarlas. Sabemos que Llull ha escrito la historia de un papa dimisionario que quiere regresar a la vida contemplativa. Sabemos que Llull se entrevista con Celestino en Nápoles. Sabemos que Celestino renuncia al papado para poder regresar a la vida contemplativa. Incluso si es evidente que nunca lo podremos confirmar, ¿cómo no aventurar que el genial mallorquín y el anciano Celestino, unidos por una misma espiritualidad contemplativa, hablaron del drama personal del papa, de su incapacidad para seguir con aquella carga, de su desazón con la compleja política eclesial, y cómo no pensar que hablaron del ejemplo literario de Blanquerna, que pudo alumbrar y consolidar la decisión papal?

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¿Hechos históricos o reconstrucción fantasiosa? Naturalmente, nunca lo sabremos con absoluta certeza. Pero que Llull, autor del Blanquerna, tuviera a partir de este precedente literario un papel en la renuncia de Celestino es absolutamente plausible.

Sorprendidos por las coincidencias entre la realidad histórica y la literaria, no han faltado estudiosos que han querido modificar el orden de los hechos, concluyendo que, necesariamente, primero renunció el papa y después Llull escribió o bien el Blanquerna entero o bien su última parte, en la que el papa abdica, inspirado por los hechos de Nápoles. El inconveniente es que ninguna de estas dos posibilidades cuenta con argumentos convincentes.

Ante el problema de la datación del Blanquerna, en efecto, la “posición tradicional”, que defiende que la obra entera se escribió en 1283 sigue siendo la posición mayoritaria y que mejor se defiende a sí misma. Entre otros, parece definitivo el argumento de que el mismo texto ofrece puntos de referencia para determinar la fecha de su redacción. Todas las obras del mismo Llull a las que el Blanquerna hace referencia son anteriores a 1278. Además, el libro mismo hace referencia a un “gran capítulo general de predicadores” de Montpellier, “ciudad en la que se escribió este libro”[8], que, sustentan los estudiosos, debe ser el de 1283. Más todavía: Blanquerna alude varias veces al monasterio de Miramar como si éste estuviera plenamente activo, y sabemos por su poema del Desconhort que en 1295 Miramar ya hacía tiempo que no existía. Todo esto indica que Llull, en efecto, escribió su novela en 1283 y de ninguna manera después de 1294.

¿Podría, sin embargo, haber añadido Llull el episodio del papa Blanquerna después de los hechos de Nápoles de 1294 a su obra escrita en 1283? Tampoco esta hipótesis se sostiene. Sobre todo, porque la obra obedece claramente a una estructura unitaria que no admite el añadido final: el relato, en efecto, se articula de principio a fin con una estructura que se anuncia desde el mismo prólogo (lo puede comprobar cualquier lector de la novela). Es inconcebible que la obra se escribiera por etapas.

En conclusión, pues, parece estar fuera de toda duda que la novela entera es de 1283[9]. Si a esto unimos la constancia de que Llull y Celestino se vieron once años más tarde, y que entonces el papa renunció, se hace muy tentadora, por su plausibilidad, la idea de una posible influencia del mallorquín, que podría haber mencionado su personaje ficticio al pontífice Morrone, abrumado por el papado y acorralado por presiones e intrigas políticas de las que no sabía cómo librarse.
Estaríamos ante un caso, excepcional, en que la literatura no se inspiraría en la realidad sino a la inversa. Es la postura de Gabriel Ensenyat, que dirá: “Hoy en día la cuestión [de la fecha de composición del Blanquerna] parece cerrada en el sentido que el Blanquerna es varios años anterior al pontificado de Celestino V y, por lo tanto, fue este papa quien se habría inspirado en la ficción luliana[10].

Nos quedaría una duda por aclarar: ¿por qué, si fuera cierta la hipótesis de que Llull aconsejó a Celestino que renunciara a partir del ejemplo de Blanquerna, no nos dice nada al respecto en ninguno de sus abundantes escritos, y en especial en su Vida Coetana? De hecho, la respuesta es obvia: para protegerse a sí mismo. Visto el desenlace del drama (el encierro y muerte en cárcel de Pedro de Morrone), y considerando el deseo de Llull de conseguir apoyo papal para sus proyectos misioneros, nada hubiese sido más contrario a sus intereses que proclamar y publicar que él y su obra literaria influyeron en la decisión papal. Como ya dijimos, sabemos que se entrevistó con Bonifacio VIII (una vez más, con fría respuesta por parte del pontífice); por otro lado, el rey Carlos tenía que estar herido y colérico por la renuncia… por lo tanto, por pura prudencia, lo último que le convenía al mallorquín era ser identificado como aquel que convenció a Celestino de llevar a cabo “il gran rifiuto”.

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Estos hechos subrayarían la singular personalidad no sólo de Pedro de Morrone sino también, claro está, de Ramon Llull. Hombre audaz, de mente y corazón muy libres, Llull añadiría a sus muchos méritos el de haber pensado lo impensable: que el Papa puede renunciar. A la audacia de haberlo escrito en su novela se agregaría la audacia aun mayor de haber animado a un papa no de papel, sino de carne y hueso, a liberarse de las ataduras del poder y a seguir los dictámenes de su conciencia. No sería, este, el menor de sus logros.


Martí Colom




[1] Sweeney, Jon M., The Pope who quit. Image Books, New York, 2012, p. 195.
[2] Dante, La Divina Comedia. Inferno III, 60.
[3] En este sentido, después de la renuncia de Benedicto es posible pensar que su visita a la tumba de Celestino V, cuando en abril de 2009 se desplazó a l’Aquila después del terremoto que había sacudido la región de los Abruzos, tendría un significado que en aquel momento no podía percibirse.
[4] Recensión a Obras Literarias, en Analecta sacra tarraconensia 21 (1948), 189-90.
[5] En su edición de la Vida Coetana de Ramon Llull (Ensiola Editorial, Muro, 2004), p. 83.
[6] Llull, Vida Coetana, 31.
[7] Llibre d’Evast e Blanquerna. Llibre V, cap. XCVI: “En qual manera Blanquerna reuncià al papat”.
[8] R. Llull, Llibre d’Evast i Blanquerna, Llibre V, cap. 90.
[9] Muchos estudiosos de la obra de Llull han dedicado esfuerzos a determinar la fecha de composición del Blanquerna, y hoy en día hay consenso en que lo escribió en Montpellier en 1283, y en ningún caso después de la renuncia de Celestino V. Ver, por ejemplo, el prólogo de Lola Badia a la edición de Blanquerna de Ed. 62 (Barcelona, 1982), p. 9, o el conocido estudio de Armand Llinarès, Ramon Llull (Ed. 62, Barcelona, 1987), p. 73.
[10] Ensenyat, Op. Cit., 83.

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