A FONDO
Celestino V, Ramon
Llull y el ejemplo de Blanquerna
A raíz de la inesperada renuncia de Benedicto XVI hace ya ocho meses, se habló
mucho, lógicamente, de los precedentes históricos que tuvo esta “abdicación”
papal. Aunque hubo quien describió tres renuncias previas a la sede romana (la
de Joseph Ratzinger sería entonces la cuarta), esto no es exacto. Se menciona a
Benedicto IX (1045), a Celestino V (1294) y a
Gregorio XII (1415). En realidad, sólo la de Celestino V puede
considerarse una renuncia en toda regla. La única hasta la de 2013. Veamos muy
brevemente por qué las otras dos no deberían presentarse propiamente como
renuncias, para pasar luego al nudo de nuestro tema.
En cuanto a Benedicto IX, todo su papado fue caótico y conflictivo: elegido
en 1032, pronto dio muestras de no entender las responsabilidades básicas que
su cargo implicaba, y en 1044 fue expulsado por el pueblo de Roma en medio de grandes
disturbios. Otro papa fue elegido (Silvestre III). Benedicto regresó a las
pocas semanas y expulsó a su rival, pero finalmente, ante los rumores de que se
iba a casar, y a cambio de una fuerte suma de dinero, cedió sus funciones a
Juan Graciano, que sería elegido papa con el nombre de Gregorio VI (1045); ésta
es su supuesta renuncia. De nuevo se arrepintió Benedicto de haber dejado el
papado y trató de expulsar a Gregorio, sin conseguirlo: finalmente, en 1046, en
el Concilio de Sutri, tanto Benedicto como Silvestre y Gregorio fueron
destituidos, y un nuevo papa fue elegido
(Clemente II). Parece ser, además, que Benedicto nunca cesó, el resto de su
vida, de luchar por reconquistar el papado.
Por otro lado, la renuncia de Gregorio XII en 1415 se produjo en el
contexto del Cisma de Occidente, que marcó todo su pontificado: la verdad es
que Gregorio tuvo que renunciar obligado por el emperador Segismundo y el
Concilio de Constanza (logrando a cambio
que no se le considerara un “anti-papa”), que había sido convocado precisamente
para terminar con el cisma.
En definitiva, pues, vemos que históricamente la única renuncia auténtica, es decir, voluntaria, que se puede
equiparar a la de Benedicto XVI (con la que además tiene ciertos paralelismos),
es la de Celestino V en 1294. Es la única, ciertamente, en la que no hay
ninguna duda respecto a la libertad con la que actuó el pontífice.
La extraordinaria historia de Celestino V es bien conocida, quizá porque
tiene elementos de una auténtica novela de intriga medieval. Se llamaba Pietro Angelerio
(o Angelario) y a los diecisiete años entró en el monasterio benedictino de
Santa Maria de Faifoli. Tres años después se dio cuenta que la vida monacal no era
para él, y dejó el monasterio para poder llevar una vida eremítica en los bosques
del Monte Morrone. Allí se le juntaron seguidores. De hecho, terminó por fundar
con ellos una comunidad de contemplativos (que con el tiempo serían conocidos
como los “celestinos”), y vivió ni más ni menos que sesenta años entre cuevas y
montañas llevando una vida de oración. La fama de Pedro, identificado ya con su
lugar de oración y llamado así “de Morrone”, creció por toda Italia.
Llegamos a 1292: en abril muere Nicolás IV, el primer papa franciscano. Los
doce cardenales que deben elegir al nuevo obispo de Roma están divididos entre
los Colonna (y sus partidarios) y los Orsini (y los suyos). Son dos poderosas y
robustas dinastías romanas, cada una con sus intereses, con sus alianzas
políticas, ambas dispuestas a conseguir “su” papa. De hecho, los Orsini ya
habían tenido papas entre sus miembros, y volverían a tenerlos, y también los
Colonna lo lograrían. Pero ahora pasan los meses y los cardenales no llegan a
ningún acuerdo. A medida que el periodo de sede vacante se va alargando, el
desorden se va adueñando de Roma: hay saqueos de palacios e Iglesias, se habla
de pelegrinos asesinados… transcurren más de dos años y los cardenales siguen
sin decidirse. En junio de 1294 están reunidos en Perugia. Y entonces,
indignado, Pietro da Morrone decide escribir desde sus bosques remotos una
carta breve y feroz a los cardenales, exhortándoles con expresiones poco
diplomáticas a que elijan, ya sin más demora, un Papa para la Iglesia. La carta
tiene un efecto inesperado: causa tal impresión, que contra todo pronóstico los
cardenales deciden algo extraordinario: ¡elegirle a él! Es el 5 de julio de
1294. Cuando los emisarios de los cardenales llegan a la cueva del eremita Pietro
y le informan de la asombrosa decisión, él no se lo puede creer, y de hecho se
resiste. Pero al fin cede, se marcha con ellos y es coronado Papa en l’Aquila
el 29 de agosto con el nombre de Celestino V: tiene 83 años. Se instala en
Nápoles; nunca llegará a pisar Roma. Pensadores y líderes reformistas de toda
la cristiandad ponen en él grandes esperanzas: quizá este anciano espiritual,
pobre y humilde sabrá renovar la Iglesia. Pero muy pronto, él (y después el
mundo) comprende el error que cometió al aceptar la insensata decisión de los
cardenales, pues Pietro no está hecho para gobernar la Iglesia. El rey Carlos II
de Nápoles lo manipula, las tensiones en la corte lo abruman… en un momento
dado se hace construir una cabaña de madera dentro del palacio en el que reside,
para vivir, entre los muros del castillo, como si estuviera todavía en el Monte
Morrone. Finalmente, el 13 de diciembre, cinco meses después de su elección,
convoca a los cardenales; les dice que va a leerles una declaración de suma
importancia, y les ordena severamente que no lo interrumpan hasta que termine.
“Yo, Celestino V, movido por razones válidas, es decir, por humildad, por el
deseo de una vida mejor, por una conciencia angustiada, por dificultades en mi
cuerpo, por falta de conocimientos y por limitaciones personales, a fin de que pueda
abrazar una vida de más humildad, voluntariamente y sin ninguna presión,
renuncio al papado, a su posición y dignidad, cargas y honores, con plena
libertad”[1]. Es
un gesto inédito, desconcertante. Le piden que lo reconsidere, pero Celestino,
que ya vuelve a ser Pietro da Morrone, esta vez no cede en su determinación. Hay
una nueva elección, de la que saldrá elegido Bonifacio VIII. En un primer
momento, éste deja marchar al papa dimisionario de la corte, pero pronto se
arrepiente. ¿Cómo podría llegar a perjudicarle un Celestino en libertad,
andando por Italia, con gente dudando acerca de cuál de los dos era el papa
verdadero? ¿Y más todavía, cómo podrían llegar a utilizar la figura de
Celestino los enemigos del nuevo pontífice, en especial todos aquellos que
tantas esperanzas habían depositado en él, imaginando que sería el hombre
providencial que limpiaría la Iglesia de corrupciones y mediocridades? De modo
que antes de que pueda llegar a sus queridos bosques para seguir viviendo como
un eremita, Pedro es interceptado por una cuadrilla de hombres armados que lo
detienen en nombre de Bonifacio, se lo llevan a la fuerza y lo encierran en el
castillo de Fumone. Allí morirá el 19 de mayo de 1296. Se rumorea que ha sido
envenenado por orden de Bonifacio. Asesinado o no, Pedro acaba su infeliz
periplo preso en una mazmorra, lamentando, a bien seguro, el día en que decidió
escribir aquella desdichada carta, y el día en que aceptó el papado.
La Iglesia lo canonizó en 1313. Desde entonces ningún otro papa ha querido
llamarse Celestino.
*** *** ***
Los paralelos entre Celestino V y Benedicto XVI, si dejamos de lado los
aspectos más pintorescos y novelescos del caso medieval, son claros: un papa
anciano y cansado, en pleno uso de su libertad de conciencia, decide que no
está capacitado para ejercer el ministerio petrino, lo comunica de forma
definitiva a los cardenales y abdica para poderse dedicar a una vida de oración.
Y si la renuncia de Benedicto en el siglo XXI ha sorprendido al mundo, la
de Celestino en el siglo XIII causó estupor, asombro y también indignación y
rechazo. Hasta el punto que, como es bien sabido, cuando al cabo de pocos años
Dante escribió su Divina Comedia envió
a Celestino al infierno, por haber cometido, “per viltà” el famoso “gran rifiuto”[2].
En realidad, en cierto modo la abdicación de Pietro da Morrone fue más valiente
que la de Joseph Ratzinger (sin que con eso queramos escamotearle valor ni
mérito al caso actual, que tiene mucho): con su gesto se estaba enemistando
abiertamente con el rey Carlos II, que lo quería manejar a su antojo y lo
consideraba “su” papa; además, a ojos de muchos, traicionaba la oportunidad de
reformar la Iglesia, decepcionando a todos los que habían puesto en él grandes
esperanzas; y en aquellos tiempos violentos se arriesgaba a recibir graves
represalias, como en efecto sucedió. Además, ¡no contaba con ningún precedente!
Benedicto, por lo menos, lo tenía a él
como referencia histórica[3].
¿De dónde sacó aquel anciano la audacia para llevar a cabo su insólito gesto?
Se hace difícil pensar que no tuvo apoyos, consejeros con los que calibrar o
pensar su decisión. Lo que aquí queremos sugerir es que quizá tengamos la
posibilidad de descubrir por lo menos un elemento que ayudó a Celestino a tomar
su inédita decisión: su contacto con Ramon Llull. Se trata de una hipótesis
conocida, discutida por muchos y defendida por otros: por ejemplo, por Martí de
Riquer[4], o
por Gabriel Ensenyat[5].
El objeto de este breve artículo es precisamente tratar dicha hipótesis con
cierta profundidad.
Sabemos que Ramón Llull visitó a Celestino en Nápoles y que estaba allí
cuando el papa renunció: lo dice el mismo Llull en su breve autobiografía, la Vida Coetana[6]. De
hecho tenemos constancia de que el mallorquín visitó a cuatro papas, siempre
buscando apoyo (casi siempre sin éxito) para sus novedosos proyectos
misioneros. Llull insistía, una y otra vez, que Roma bendijera y promoviera la
creación de centros de formación en los que clérigos cristianos aprendieran el
árabe y otras lenguas, para poder luego ir a misionar con amplios conocimiento
de las culturas a las que llegaban. Pues bien, en 1294 presentó estos ideales
al papa Morrone en un documento titulado Petitio
in civitate neapolitana sancto Patri Coelestino quinto. Es fácil imaginar
que Llull, hombre de profunda espiritualidad, a la vez activo y contemplativo,
y de talante reformador, fue de los que al conocer la elección del santo
eremita a la sede de Pedro vio en Celestino la posibilidad de la tan ansiada
reforma de la Iglesia, reforma que pasaría por la adopción de sus originales
métodos misioneros. Llull, en otras palabras, tenía que mirar al nuevo papa con
natural simpatía. Y viceversa: es lógico asumir que el contemplativo Pietro da
Morrone se sentiría cercano a las posiciones del autor del Llibre de l’Amic i l’Amat.
Llull, curiosamente, está en Nápoles ya desde finales de 1293. Después de
un breve viaje a Barcelona en julio de 1294 (justo cuando es elegido el nuevo
papa), volverá y se quedará en la ciudad napolitana durante todo el pontificado
del Celestino. No sabemos en qué mes se entrevista con el papa, si fue una sola
vez o varias, pero sabemos que el papado de Celestino dura apenas cinco meses,
y que Llull permanece todo este tiempo en aquella ciudad. De hecho, se irá una
vez sea elegido Bonifacio VIII, cuando Llull lo siga hasta Roma para proponerle
los mismos proyectos que presentó a Celestino.
Todo eso, recordémoslo una vez más, sucede en 1294. Pues bien: once años
antes, en 1283, en Montpellier, Llull ha escrito El llibre d’Evast e Blanquerna, una de sus obras más conocidas. Se
trata de una fenomenal novela que describe el itinerario vital de Blanquerna,
un hombre que siente vocación a la vida contemplativa y se hace monje, luego es
elegido abad de su monasterio (que reforma), después es nombrado obispo, y
ordena sabiamente su obispado, y finalmente es elegido papa. Como ya hiciera en
el monasterio y en su diócesis, el Papa Blanquerna reforma la Iglesia
drásticamente (son páginas profundas y sugerentes)… y una vez terminada su obra
reformadora, ¡renuncia al Papado!, para poderse
finalmente dedicar a la vida eremítica, como desde el principio ha sido su
sueño[7].
Las coincidencias son demasiado evidentes como para ignorarlas. Sabemos que
Llull ha escrito la historia de un papa dimisionario que quiere regresar a la
vida contemplativa. Sabemos que Llull se entrevista con Celestino en Nápoles.
Sabemos que Celestino renuncia al papado para poder regresar a la vida
contemplativa. Incluso si es evidente que nunca lo podremos confirmar, ¿cómo no
aventurar que el genial mallorquín y el anciano Celestino, unidos por una misma
espiritualidad contemplativa, hablaron del drama personal del papa, de su
incapacidad para seguir con aquella carga, de su desazón con la compleja
política eclesial, y cómo no pensar que hablaron del ejemplo literario de
Blanquerna, que pudo alumbrar y consolidar la decisión papal?
*** *** ***
¿Hechos históricos o reconstrucción fantasiosa? Naturalmente, nunca lo
sabremos con absoluta certeza. Pero que Llull, autor del Blanquerna, tuviera a partir de este precedente literario un papel
en la renuncia de Celestino es absolutamente plausible.
Sorprendidos por las coincidencias entre la realidad histórica y la
literaria, no han faltado estudiosos que han querido modificar el orden de los
hechos, concluyendo que, necesariamente, primero renunció el papa y después Llull escribió o bien el Blanquerna entero o bien su última
parte, en la que el papa abdica, inspirado por los hechos de Nápoles. El inconveniente
es que ninguna de estas dos posibilidades cuenta con argumentos convincentes.
Ante el problema de la datación del Blanquerna,
en efecto, la “posición tradicional”, que defiende que la obra entera se escribió en 1283 sigue siendo
la posición mayoritaria y que mejor se defiende a sí misma. Entre otros, parece
definitivo el argumento de que el mismo texto ofrece puntos de referencia para
determinar la fecha de su redacción. Todas las obras del mismo Llull a las que
el Blanquerna hace referencia son
anteriores a 1278. Además, el libro mismo hace referencia a un “gran capítulo
general de predicadores” de Montpellier, “ciudad en la que se escribió este
libro”[8],
que, sustentan los estudiosos, debe ser el de 1283. Más todavía: Blanquerna
alude varias veces al monasterio de Miramar como si éste estuviera plenamente
activo, y sabemos por su poema del Desconhort
que en 1295 Miramar ya hacía tiempo que no existía. Todo esto indica que Llull,
en efecto, escribió su novela en 1283 y de ninguna manera después de 1294.
¿Podría, sin embargo, haber añadido
Llull el episodio del papa Blanquerna después de los hechos de Nápoles de 1294
a su obra escrita en 1283? Tampoco esta hipótesis se sostiene. Sobre todo,
porque la obra obedece claramente a una estructura unitaria que no admite el
añadido final: el relato, en efecto, se articula de principio a fin con una
estructura que se anuncia desde el mismo prólogo (lo puede comprobar cualquier
lector de la novela). Es inconcebible que la obra se escribiera por etapas.
En conclusión, pues, parece estar fuera de toda duda que la novela entera
es de 1283[9].
Si a esto unimos la constancia de que Llull y Celestino se vieron once años más
tarde, y que entonces el papa renunció, se hace muy tentadora, por su
plausibilidad, la idea de una posible influencia del mallorquín, que podría
haber mencionado su personaje ficticio al pontífice Morrone, abrumado por el
papado y acorralado por presiones e intrigas políticas de las que no sabía cómo
librarse.
Estaríamos ante un caso, excepcional, en que la literatura no se inspiraría
en la realidad sino a la inversa. Es la postura de Gabriel Ensenyat, que dirá:
“Hoy en día la cuestión [de la fecha de composición del Blanquerna] parece cerrada en el sentido que el Blanquerna es varios años anterior al
pontificado de Celestino V y, por lo tanto, fue
este papa quien se habría inspirado en la ficción luliana”[10].
Nos quedaría una duda por aclarar: ¿por qué, si fuera cierta la hipótesis
de que Llull aconsejó a Celestino que renunciara a partir del ejemplo de
Blanquerna, no nos dice nada al respecto en ninguno de sus abundantes escritos,
y en especial en su Vida Coetana? De
hecho, la respuesta es obvia: para protegerse a sí mismo. Visto el desenlace
del drama (el encierro y muerte en cárcel de Pedro de Morrone), y considerando
el deseo de Llull de conseguir apoyo papal para sus proyectos misioneros, nada
hubiese sido más contrario a sus intereses que proclamar y publicar que él y su
obra literaria influyeron en la decisión papal. Como ya dijimos, sabemos que se
entrevistó con Bonifacio VIII (una vez más, con fría respuesta por parte del
pontífice); por otro lado, el rey Carlos tenía que estar herido y colérico por
la renuncia… por lo tanto, por pura prudencia, lo último que le convenía al
mallorquín era ser identificado como aquel que convenció a Celestino de llevar
a cabo “il gran rifiuto”.
*** *** ***
Estos hechos subrayarían la singular personalidad no sólo de Pedro de
Morrone sino también, claro está, de Ramon Llull. Hombre audaz, de mente y
corazón muy libres, Llull añadiría a sus muchos méritos el de haber pensado lo
impensable: que el Papa puede renunciar. A la audacia de haberlo escrito en su
novela se agregaría la audacia aun mayor de haber animado a un papa no de
papel, sino de carne y hueso, a liberarse de las ataduras del poder y a seguir
los dictámenes de su conciencia. No sería, este, el menor de sus logros.
[1] Sweeney, Jon M., The Pope who quit. Image Books, New
York, 2012, p. 195.
[2]
Dante, La Divina Comedia. Inferno III, 60.
[3] En
este sentido, después de la renuncia de Benedicto es posible pensar que su
visita a la tumba de Celestino V, cuando en abril de 2009 se desplazó a
l’Aquila después del terremoto que había sacudido la región de los Abruzos,
tendría un significado que en aquel momento no podía percibirse.
[4]
Recensión a Obras Literarias, en Analecta sacra tarraconensia 21 (1948),
189-90.
[5] En
su edición de la Vida Coetana de
Ramon Llull (Ensiola Editorial, Muro, 2004), p. 83.
[6]
Llull, Vida Coetana, 31.
[7] Llibre d’Evast e Blanquerna. Llibre V, cap. XCVI: “En qual
manera Blanquerna reuncià al papat”.
[8] R. Llull, Llibre d’Evast i
Blanquerna, Llibre V, cap. 90.
[9]
Muchos estudiosos de la obra de Llull han dedicado esfuerzos a determinar la
fecha de composición del Blanquerna,
y hoy en día hay consenso en que lo escribió en Montpellier en 1283, y en
ningún caso después de la renuncia de Celestino V. Ver, por ejemplo, el prólogo
de Lola Badia a la edición de Blanquerna
de Ed. 62 (Barcelona, 1982), p. 9, o el conocido estudio de Armand Llinarès, Ramon Llull (Ed. 62, Barcelona, 1987),
p. 73.
[10] Ensenyat, Op. Cit., 83.
Muy bien. El autor es un crack.
ResponderEliminarMuy bueno el artículo!
ResponderEliminarTenia reservado este post para leerlo con calma. ¡Genial!
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