ESPACIO DE REFLEXIÓN
Esteve Redolad
El bautismo de Jesús es probablemente uno de los
eventos más importantes y trascendentes de su vida y sin embargo su fiesta, que
tiene lugar en la Iglesia una semana después de la Epifanía, quizás sea una de
las celebraciones más depreciadas y menos valoradas
del calendario litúrgico, llegando de puntillas al final de las fiestas
de Navidad.
Parece como que si el bautismo de Jesús hubiera sido en
un mero trámite, cuando en realidad fue un evento fundamental en su vida, el
momento en el que él tomó plena conciencia de su misión e inició su compromiso
público, muy probablemente sin saber todavía el alcance pleno de su decisión.
Pero como decimos, en la cultura popular a veces parece como si ya muy pronto
en su vida, o acaso ya desde su nacimiento, Jesús estuviera dotado con la
capacidad de saber exactamente todo lo que le iba ocurrir: ya sabía de antemano
que iba a ser bautizado por Juan en el Jordán, y cuál era su misión e
identidad. Vistas así las cosas, el bautismo pierde buena parte de su relevancia.
En el fondo, la necesidad de creer que en el bautismo
de Jesús no hubo una decisión racional consciente y por lo tanto no
predeterminada, es decir, creer que Jesús no tuvo opciones y también dudas a lo
largo de su vida (antes y después de su bautismo), viene dada por el miedo a comprometer
su divinidad (o sea a no hacerlo demasiado parecido a nosotros). Por ello, a
pesar de su nacimiento humilde y sencillo, pronto hemos hecho de Jesús un súper-hombre
dotado de poderes sobrehumanos, entre ellos el poder de la omnisciencia: el
hombre que lo sabía todo desde el instante de su nacimiento. El problema,
naturalmente, es que en el esfuerzo de no comprometer la divinidad de Jesús corremos
el riesgo de poner en tela de juicio su plena humanidad.
Hay que vigilar por lo tanto con las características
sobrehumanas que a menudo, para garantizar su divinidad, atribuimos a Jesús. De hecho, en realidad,
cuanto más especial y sobre-humano hacemos a Jesús, menos hombre es, y en este
camino de la “super-hombreización” nos perdemos el elemento clave y
transcendental de la Encarnación y por ende de nuestra fe: Jesús es persona
como nosotros.
También es Dios, pero la divinidad de Jesús no le viene
dada por supuestos atributos sobre-humanos sino por su capacidad de abrirse
totalmente a la voluntad de Dios, por su capacidad radical de amar y de darse a
los demás. Esta es la gran paradoja de nuestra fe, de la fe en Dios hecho
hombre: cuanto más humanos seamos, cuanto más libres seamos para amar, en cierta
forma, más divinos somos.
En resumen, si en el afán de hacer de Jesús un
superhombre creemos que ya desde
temprana edad tenía claro su papel mesiánico, su vida y su fatídico final,
entonces su bautismo es a todas luces irrelevante. Pero la experiencia de Jesús
en el Jordán no es un simple episodio ya preestablecido y conocido por él, sino
una experiencia fundamental en su itinerario vital. En su bautismo, Jesús toma
la decisión de dedicar su vida por y para la liberación de los demás y se reconoce
como el Mesías. Pero es que además, y eso es lo realmente crucial de su bautismo,
Jesús es capaz de cambiar el mesianismo propio de la expectación judía caracterizado
por ser un Mesías triunfal, poderoso, exclusivista, político y religioso, a un mesianismo
universal, de los pobres, de la compasión y la tolerancia, de la liberación no
solo política sino la liberación integral de la persona como sujeto histórico, social,
religioso, cultural y psicológico.
Desde el momento de su bautismo, pasando por la llamada
a sus discípulos y durante todo su ministerio público, la misión de Jesús es
precisamente intentar dar a entender qué tipo de Mesías es y cómo podemos nosotros
imitarle… al final, el intento le va a
costar la vida, pero va a hacer posible que nosotros también podamos seguirle.
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