Martí Colom
Decía el
hermano Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, que «Dios nunca
condena a nadie al inmovilismo»[1]. Hermosa
frase de alguien que entendió que las personas estamos hechas para avanzar y caminar,
de alguien que quiso vivir en la desinstalación permanente y a quien siempre
preocupó (tanto en individuos como en instituciones) la falta de horizontes.
Una
paradoja de nuestro tiempo, de la época en que vivimos, es que combina cambios
rapidísimos y aceleración constante en la superficie con un profundo
inmovilismo de fondo. La tecnología a la que tenemos acceso evoluciona a tal
velocidad que a veces es difícil seguirle el ritmo: lo que hace apenas unos
años era impensable se convierte en habitual, y pronto caduca para dar paso a
nuevos avances que invaden nuestras vidas y nos permiten, entre otras cosas,
comunicarnos de formas nuevas, más rápidas y más precisas. Vivimos en la
“desinstalación permanente” de nuestros hábitos cotidianos, pues las costumbres
de hace muy poco (cómo compartíamos información, cómo accedíamos a ella, cómo
comprábamos un libro o un billete de tren, cómo aprendíamos un idioma, cómo
tomábamos notas de una reunión…) han sido radicalmente transformadas por nuevos
medios, que han modificado hasta la manera misma en que nos relacionamos. Y sin
embargo, sería un error asumir que dicha aceleración constante nos hace inmunes
al inmovilismo: pues, como decíamos, se trata de una transformación
superficial, de lo externo, de “la corteza” de nuestras vidas, que es
perfectamente posible gestionar sin que el fondo, nuestra sustancia, cambie ni
un ápice.
Es en el ámbito de nuestras opciones íntimas, de las ideas, de nuestros sistemas de valores personales y colectivos (en los que el impacto de la tecnología es mucho menor) donde el inmovilismo más debería preocuparnos, porque allí es donde suele reinar y ser más dañino. Y a pesar de la rápida transformación tecnológica en que todos vivimos sumergidos, nuestro tiempo no se caracteriza por un avance igualmente ágil de nuestras mentalidades: personas y sociedades seguimos atrincherados en cien pequeñas ideologías que a menudo nos enfrentan, en viejos antagonismos, en prejuicios hacia lo desconocido, en recelos, en ausencias incomprensibles de diálogo.
Es en el ámbito de nuestras opciones íntimas, de las ideas, de nuestros sistemas de valores personales y colectivos (en los que el impacto de la tecnología es mucho menor) donde el inmovilismo más debería preocuparnos, porque allí es donde suele reinar y ser más dañino. Y a pesar de la rápida transformación tecnológica en que todos vivimos sumergidos, nuestro tiempo no se caracteriza por un avance igualmente ágil de nuestras mentalidades: personas y sociedades seguimos atrincherados en cien pequeñas ideologías que a menudo nos enfrentan, en viejos antagonismos, en prejuicios hacia lo desconocido, en recelos, en ausencias incomprensibles de diálogo.
Este
inmovilismo es dañino porque en la rigidez del espíritu perdemos las grandes
oportunidades de avanzar, de vislumbrar caminos nuevos de entendimiento; en la
inflexibilidad del pensamiento es donde nos empequeñecemos. El inmovilismo, en
definitiva, es realmente una condena porque nos limita. Lo formuló hace más de
un siglo el cardenal Newman: «En un mundo más elevado es de otro modo; pero
aquí, vivir es cambiar, y ser perfecto es cambiar frecuentemente»[2].
En el
momento vibrante en que nos hallamos hoy en la Iglesia, en medio de la llamada
“primavera del papa Francisco”, es importante recordar voces como las de Schutz
y Newman, que sin renunciar a la riqueza de la tradición nos invitan a
desconfiar de la rigidez, y a vernos a nosotros mismos como personas en
movimiento, miembros de una Iglesia peregrina, de una comunidad en camino,
espíritus en evolución que no quieren vivir condenados del inmovilismo. Como
cristianos, sabemos que no se trata de olvidar nuestras raíces sino de ahondar
cada día, más y más, en la profundidad del mensaje de Jesús. Lo dijo de forma
inmejorable Juan XXIII: «No es el evangelio el que cambia: somos nosotros los
que comenzamos a comprenderlo mejor»[3].
Sólo
avanzaremos en esta mejor comprensión gradual de la fe si renunciamos, convencidos
y de raíz, al inmovilismo en nuestros corazones.
[1] K. Spink, Hermano Roger. La vida del fundador de
Taizé. Herder,
Barcelona, 2009, p. 80.
[2] J. H. Newman, An Essay on the development of Christian
Doctrine. Longmans, Green and Co., London/New York, 1900, p. 40.
[3] Citado en G.
Gutiérrez, “La recepción del Vaticano II en Latinoamérica”, en G.
Alberigo; J. P. Jossua (eds.), La recepción del Vaticano II. Cristiandad,
Madrid, 1987, pp. 213-237; cita en p. 217.
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