ESPACIO DE REFLEXIÓN
Diálogo:
peligro y oferta
Dialogar
sinceramente con otra persona es una experiencia llena de posibilidades y de
riesgos. Un diálogo que realmente lo sea (que no sea monólogo) tiene siempre el
potencial de cambiar las perspectivas de los que dialogan. Dialogar nos
transforma. En el momento en que alguien entabla una conversación con otro con
la intención sincera de intercambiar ideas y pareceres, implícitamente ha
declarado que está dispuesto a modificar sus propias convicciones. Por eso,
todos los que sospechan y desconfían del diálogo, y lo rehúyen, es porque quizá
sin reconocerlo esconden en su interior dudas e inseguridades acerca sus
creencias y opciones. Éstos, a lo sumo dicen
que dialogan, pero en realidad dan lecciones, pontifican. Hay personas, en
efecto, que preparan las conversaciones como si se tratara de un combate, con
tácticas y estrategias bien pensadas, porque para ellos el encuentro consiste
exactamente en esto: algo que debe ganarse.
Se han convencido de antemano que ellos saben muy bien lo que sirve, lo que
vale y lo que no, y que tienen el deber de mostrar a otros el camino correcto.
Eso no es un diálogo. Sólo dialogan de verdad las personas que, muy conscientes
de su fragilidad, aceptan la posibilidad
de estar equivocados.
A partir de esta
noción de diálogo podemos comprender el rechazo de muchos, en la Iglesia, a la
propuesta esencialmente dialogante
del Concilio. Quienes desconfiaron de esta actitud entonces, que son los mismos
que después rechazaron y siguen rechazando hoy (más o menos abiertamente) los
documentos conciliares o aspectos de los mismos, intuyeron entonces e intuyen
ahora que la llamada a dialogar con la cultura moderna tiene el potencial de
cambiar la Iglesia, y su rechazo se funda en el miedo a que esto ocurra.
Naturalmente, lo que sí pasa entonces es que sin diálogo no se avanza: acabamos en una repetición cada vez más
cansada y cansina de los mismos conceptos, que a oídos de aquellos con quienes
no quisimos dialogar pronto se hacen incomprensibles. La Iglesia, como otras
instituciones y como las personas, tiene ante sí dos opciones: o bien se
encierra, encastillada en sus posiciones, rechazando el diálogo, y se paraliza, o bien se sienta a
conversar con la cultura moderna y postmoderna, con no-creyentes, con los
propios fieles que disienten, con todo el que se pueda, sin miedos: a sabiendas
que en este diálogo posiblemente perderá
seguridades pero ganará en profundidad. Que este diálogo la transformará.
La clave del asunto está en asumir, precisamente, que esta transformación, en
vez de una desgracia, es un beneficio. Pues personas e instituciones salimos
ganando cuando nos dejamos enriquecer con las perspectivas y críticas de los
demás.
Martí Colom
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