ESPACIO DE REFLEXIÓN
La religión, radicalmente redefinida por la
transfiguración
El relato de la transfiguración, presente en los
tres evangelios sinópticos (Mt 17,1-8; Mc 9,2-13; Lc 9,28-36), tiene sin duda
una gran riqueza e importancia. Es de aquellos pasajes evangélicos que nunca
parecen agotar su potencial expositivo, su profundidad.
Si aquí nos planteamos una vez más cuál es su
mensaje esencial es para proponer que, en términos muy simples, lo fundamental
es que los tres discípulos que acompañan a Jesús a lo alto de la montaña suben
para encontrarse con Dios y se encuentran con un hombre.
Es bien sabido que muchas culturas han concebido
las cimas de los montes como lugares propicios para el encuentro con la
divinidad. En Israel mismo se han descubierto restos de altares paganos en
lugares elevados. Y en el Antiguo Testamento, Moisés tiene que subir al Monte
Sinaí para recibir la Ley de Dios, así como Elías busca el contacto con el
Señor en las alturas del Monte Carmelo. Parecería que ahora el turno le toca al
Tabor, que allí los discípulos verán a Dios. Podemos imaginar que los
evangelistas construyen el relato para darnos a entender que con esta
mentalidad subieron Pedro, Juan y Santiago la cuesta de este monte galileo, siguiendo
a su maestro y amigo.
Pero lo que allí sucederá es radicalmente
diferente. A quien encuentran, por decirlo así, es a Jesús. Él es quien se
transfigura y se les muestra; y si Moisés y Elías aparecen es para luego, en
seguida, desaparecer, y subrayar así que quien permanece es Jesús; y si se
escucha una voz divina es para señalar que a quien deben escuchar es a Jesús
(la voz, en efecto, no se señala a sí misma, su mensaje es que escuchen al
maestro de Nazaret). Todo, así, apunta a una nueva realidad: que el lugar de
encuentro con Dios ya no es la montaña, sino la persona.
En el Tabor no sucede nada divino. O sí, pero
sucede en Jesús. Podríamos decir que
con el episodio de la transfiguración terminan para siempre ya las antiguas
religiones y empieza una forma nueva, totalmente diferente, de entender el
hecho religioso (que muchas veces todavía hoy no hemos asumido y comprendido
plenamente). Y es que en esta narración se nos describe diáfanamente que Dios
ya no se quiere mostrar más que en el hombre. Esta es la gran originalidad del
cristianismo. Que implica necesariamente, insistimos, una nueva forma de
entender y vivir la religión. Desde aquí, desde la certeza de que el nuevo y
definitivo lugar de la presencia de Dios es el ser humano, ser “religioso” ya no
puede implicar el alejamiento de los demás para evitar la contaminación de lo
mundano. Ya no puede significar el aprendizaje de extraños códigos, de una
sabiduría a-humana, o in-humana, a la que sólo tendrían acceso unos pocos
privilegiados; la religión ya no puede exigir el dominio de lenguajes extraños,
propios e incomprensibles. Todo esto es lo que buscaría Pedro, asustado (al fin
y al cabo, Lucas nos dice que Moisés y Elías, después de hablar claramente de
la muy mundana realidad de la muerte de Jesús, que iba a consumar en Jerusalén,
ya empezaban a irse cuando el primer apóstol lanzó su propuesta desesperada),
al sugerir que se quedaran para siempre en la cima sagrada, compartiendo la
revelación privilegiada de la que sólo ellos habían sido testigos.
Desde la transfiguración, la religión sólo puede
comprenderse como algo radicalmente nuevo: de hecho, se trata de algo que poco
tiene que ver con lo que todavía hoy muy a menudo concebimos como religioso.
Porque para nosotros, la religión no puede ser ya otra cosa que comprender cada
vez mejor nuestra humanidad, y vivirla plenamente. Que es exactamente lo que
hizo Jesús con su vida.
Martí Colom
No hay comentarios:
Publicar un comentario