A FONDO
Una de las realidades más difíciles
con que nos encontramos los miembros de la Comunidad de San Pablo que vivimos
en Sabana Yegua (República Dominicana) es la situación de la Cárcel Pública del
Kilómetro 15, ubicada dentro del territorio de la parroquia que nosotros atendemos.
Construida originalmente en 1940 como caserna militar, posteriormente fue
transformada en prisión, y se pensó que podía acoger a unos doscientos presos:
hoy alberga una media de seiscientos hombres, que malviven ahí en condiciones
deplorables.
Cuando entra, el visitante
queda inmediatamente impresionado por la suciedad, los gritos, la aglomeración
de hombres que deambulan por el patio, el calor sofocante, los pasillos oscuros
y malolientes, los huecos en los muros de las celdas donde los reclusos se
acurrucan de noche y durante gran parte del día, la mirada asustada de muchos
presos, sus tatuajes, las ollas de avena o de arroz poco apetecible que se
sirve de cualquier modo a los encarcelados…
Como todas las cárceles,
sean del país que sean, el Km. 15 de Azua encierra un mundo aparte del mundo:
con leyes y dinámicas propias, con su universo interior de signos y lenguajes,
con sus ritos, mitos y leyendas, y también con clases sociales, con caudillos y
súbditos, maestros y aprendices. El hacinamiento, la falta de medios para
atender las necesidades de los reclusos y la ausencia de oportunidades
educativas dentro del penal hacen que no se pueda pensar, de ningún modo, en
que aquí se produzca ningún tipo de rehabilitación. Un joven que pasa meses o
años en esta cárcel, cuando sale a la calle está, con toda seguridad, menos
preparado para integrarse constructiva y pacíficamente en el tejido social que
cuando ingresó. Para quien sólo entra a visitar el Km. 15 durante un rato,
ponerse en la piel de estos hombres que llevan largos años viviendo aquí es,
sencillamente, imposible. ¿Cómo les habrá afectado esta experiencia? ¿Cómo se
recupera tanta dignidad perdida? Cuando un día queden libres, ¿sabrán
relacionarse de nuevo con otras personas desde el respeto, la ternura y la
confianza? ¿O bien la violencia, la dureza y el miedo que aquí han respirado
constantemente ya les acompañarán toda la vida?
Naturalmente, la petición que
tienen la gran mayoría de los reclusos del Km. 15 es que les trasladen a otro
penal: todos saben que están en la peor cárcel del país, muchos de ellos lejos
de sus familias, que podrían atenderles si estuvieran encarcelados más cerca de
sus hogares. Cualquier otro lugar, lo saben bien, sería mejor que este.
Algo que se suma a la desazón que ya de por sí produce esta cárcel es darse
cuenta que aquí sólo llegan aquellos que desde que nacieron lo han tenido todo
en contra. En el 15 no hay gente pudiente: en un contexto social donde gracias
a sus medios, contactos y relaciones aquellos que provienen de familias
acomodadas siempre encuentran una salida, por graves que hayan sido sus
delitos, el denominador común de los presos de este penal es que todos nacieron
en hogares pobres, rotos, sin recursos ni oportunidades.
Hace varios años que desde
la parroquia de Sabana Yegua apoyamos un pequeño proyecto educativo dentro de
este recinto penitenciario: hemos podido habilitar una celda con sillas,
pupitres y pizarra, y allí, cada día, dos reclusos dan clases de alfabetización
y educación básica a los presos que lo desean. Normalmente atienden estas
clases unos 25 hombres. No es gran cosa, por supuesto, pero es la única
oportunidad formativa de que disponen los presos del Km. 15.
Y sin embargo, por necesaria
que sea la educación que pueda impartirse en esta sencilla “escuelita”, hay
algo que los presos aprecian mucho más: nuestra presencia, nuestras visitas
semanales, la conversación, el trato franco, incluso las pequeñas bromas…
porque los presos del 15 saben que lo peor que puede pasarle a una persona es
que la olviden. Éste es su miedo más hondo, aunque pocos lo formulen así: temen
que con el paso del tiempo primero los abogados, luego los amigos y finalmente
su misma familia, sus esposas y sus hijos, dejen de pensar en ellos y de
esperarles. Que semanalmente un grupo de nosotros se desplace a su cárcel para supervisar
cómo va la escuela, visitarles y charlar un rato con ellos les indica precisamente
que todavía no están completamente olvidados. En este sentido, lo más significativo
que hacemos por estos hombres sin libertad es también lo más sencillo, lo menos
costoso: ir. Pasar un tiempo, ni que sea una hora a la semana, con ellos. Así,
poco a poco logramos que no se sientan completamente arrinconados por una
sociedad que, ciertamente, les ha dado la espalda desde hace muchos años.
Quizá esto que en la
cárcel del 15 de Azua se ve tan claramente (que a veces lo más importante es
simplemente estar al lado del que sufre) nos indica también un camino a seguir
en muchos otros ámbitos de nuestro trabajo con los más necesitados. Podemos
tener buenas ideas, planificar buenos proyectos de desarrollo, podemos
conseguir fondos para construir viviendas y letrinas, subvencionar becas,
iniciar programas de micro-créditos… pero si hacemos todo esto desde la
distancia de un despacho, sin acercarnos realmente a la experiencia de aquellos
a quienes queremos ayudar, si no entablamos un diálogo auténtico con ellos,
habremos olvidado lo más importante: que lo esencial no era terminar tal o cual
obra, sino comunicar a tanta gente arrinconada
por el sistema económico que, en verdad, el mundo no tiene rincones. Porque eso
es exactamente lo que sucede cuando además de los recursos se comparten las
inquietudes, el tiempo, el trabajo, el cariño y hasta el humor: los rincones
desaparecen. Aquellos que se creían olvidados, relegados en un margen
irrelevante de la sociedad, aprenden a valorar su propio espacio, lugar y
empeño. Y entonces cualquier aldea pequeñita de la cordillera dominicana,
cualquier caserío del altiplano boliviano, cualquier barrio de invasión de
México o Bogotá, y también cualquier celda de un penal inhumano de Azua pueden
ser el centro del mundo, espacios tan importantes como la Quinta Avenida de
Nueva York, Picadilly Circus o la Piazza Navona de Roma. Pueden ser el centro del mundo, hemos dicho… porque lo son. Porque donde hay una persona que
crece y sufre, que teme caer en el olvido, allí, en esta fragilidad, está lo
más valioso que vamos a encontrar en esta tierra.
Aprender a estar cerca del
que se sentía marginado nos enseña que, por mucho que nos empeñemos en creer lo
contrario, en el mundo no hay un “centro” y mil “rincones”. En todo caso, hay
tantos centros como personas: un universo con siete mil millones de centros. Y
todos y cada uno son merecedores de respeto, de dignidad y de ternura. Incluso
en la Cárcel Pública del Km. 15 de Azua.
Martí Colom
Martí Colom
Gracias por este post. ¡Qué importante es comunicarse y dialogar!
ResponderEliminarBuenísimo!!!
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