ESPACIO DE REFLEXIÓN
Simeón y Ana,
o la generación de la esperanza
“Ahora,
Señor, puedes, según tu promesa, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han
visto mis ojos tu salvación.” (Lc 2, 29-30)
Qué duda cabe que la historia – toda historia – se mueve de forma ondulante hacia
su destino, con altos y bajos en el camino, como quien viaja por una de esas
carreteras en las que desde lo alto de las colinas se ve el amplio horizonte,
mientras que en los valles – a veces largos y profundos – podemos perder por completo
la perspectiva. Es en esos valles en los que hay que mantener el rumbo y conservar
el sentido de la orientación, cuando el destino ha dejado de ser una realidad
visible y se torna en tan solo promesa de futuro, aun sabiendo que tarde o
temprano volverá a mostrarse el horizonte en toda su anchura.
Solo el evangelista Lucas nos relata
la historia de dos personajes desconocidos, dos personas ya entradas en años,
Simeón y Ana, que vivían en Jerusalén en tiempos del nacimiento de Jesús. Sus
vidas habían estado dedicadas enteramente a esperar el cumplimiento de las
promesas de Dios, promesas de consuelo, de cercanía y de liberación. Ambos se
llenan de inmensa alegría cuando ven a ese niño, nacido apenas 40 días antes en
un rincón de Judea, y son capaces de vislumbrar en él la luz del horizonte
amplio que llevaban tanto tiempo anhelando poder volver a ver…
Muchos de nosotros, los que ahora
rondamos no más de 40 años de edad, solo hemos conocido una Iglesia y una
sociedad que nos remitían, una y otra vez, a un tiempo pasado, a una época de
cambios, libertad y valentía en la que se habían forjado nuestros mayores. Tiempos
de clarividencia y esperanza, de amplios horizontes y perspectivas que no se
correspondían con lo que hemos vivido nosotros, una Iglesia a veces cansina y con falta de visión. También hemos sido testigos del desánimo de muchas
personas mayores que, digámoslo con sinceridad, han perdido la esperanza y se
han refugiado en la indiferencia, el cinismo, o, en el peor de los casos, en la
amargura.
Pero también hemos conocido a
verdaderos profetas, hombres y mujeres que han sabido conservar vivas las
promesas del futuro, y que sabían que todo valle tiene un final, y que todo
camino nos vuelve a elevar, tarde o temprano, para poder recuperar la visión
del horizonte luminoso. Hombres como Simeón, mujeres como Ana, llenos de
Espíritu, a los que jamás se les borró de la cara su sonrisa de bondad, de
alegría esperanzada, porque nunca dudaron de la fidelidad de Dios.
Nuestro mundo, nuestra Iglesia, se eleva hoy para permitirnos soñar con la luz que ilumina las
naciones, con los espacios de libertad en los cuales poder hacer crecer el
proyecto de un Dios de Amor, que sana heridas y supera divisiones. No hemos
visto todavía nuestro destino, sino tan solo a un niño, una promesa de futuro
que nos devuelve el horizonte que habíamos perdido. En este año pasado hemos
escuchado muchas voces que se unen a las de Simeón y de Ana, personas mayores
que se llenan de alegría al ver que Dios es fiel y que siempre está con nosotros,
en todas las etapas del camino.
Quiero agradecer de todo corazón a
todos los que forman parte de la generación de Simeón y Ana, a todos los
profetas y profetisas de nuestro entorno, que han mantenido viva la esperanza
en nuestro mundo y en nuestra Iglesia: gracias a ellos hoy podemos a soñar
juntos.
Pablo Cirujeda
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