Como es bien sabido, desde hace muchas generaciones la
relación entre la República Dominica y Haití ha estado marcada por la
desconfianza mutua e incluso el odio entre los habitantes de ambos países, siendo
Haití el más afectado por esta situación debido a su fragilidad económica.
Yo nací en Azua de Compostela y vivo en Sabana Yegua, a once
kilómetros de Azua, capital de la provincia de este mismo nombre. Dicha
provincia se encuentra en el Suroeste de la República Dominicana, a dos horas
de Santo Domingo y a otras dos de la frontera con Haití. La gran mayoría de los
haitianos establecidos en nuestra zona son indocumentados, que cruzaron la
frontera a pie, a través de las montañas, sin pasaporte. Los dominicanos
propietarios de tierras (esta zona es mayoritariamente agrícola) utilizan la
mano de obra barata que proporcionan los haitianos ilegales. Se establece así
una relación de necesidad mutua: unos quieren el trabajo, otros la mano de obra
que pueden pagar a bajo precio.
Actualmente estoy involucrado en distintas actividades
en la parroquia La Sagrada Familia, y una de ellas es la pastoral haitiana. Recientemente
tuve la oportunidad de presenciar por primera vez en toda mi vida, y también
era la primera vez en la historia de nuestra parroquia, la boda de una pareja
haitiana: Enric y Gelin Michel se casaron. Podría parecer “una boda más”, pero
aquí fue muy especial. En primer lugar, porque en esta zona de la República
Dominicana la gente prácticamente no se casa por la Iglesia, y muy poco por lo civil,
simplemente se juntan. Pero además, esta era una boda entre dos haitianos. A la
celebración asistieron parroquianos, muchos de los amigos y familiares de la
pareja que viven aquí y otros que pudieron venir desde Haití.
Pues bien, uno de los detalles que me llamó más la atención
fue el hecho de que la madrina de la boda era Valeria una señora dominicana. Enric,
en el momento de los discursos, agradeció mucho a la madrina diciéndole que él
la consideraba «como una madre». Durante de la celebración también hubo el bautismo
de varios niños haitianos, y me percaté de que un buen número de padrinos y
madrinas de bautismo también eran dominicanos y dominicanas.
Estos dos hechos podrían parecer muy simples, pero
tienen un gran significado en el contexto en que sucedieron. Muchas personas de
mi entorno por pura ignorancia, racismo o simplemente por no querer ver la
realidad, se atreven a decir cosas como que «hay que echar a los haitianos»,
sin darse cuenta que los haitianos ya forman parte de sus vidas cotidianas, y sin
darse cuenta, sobre todo, que hay más cosas que nos unen que cosas que nos separan.
Al terminar la celebración me puse a reflexionar en lo
siguiente: cada día escuchamos, observamos y hacemos cosas que pueden parecer
insignificantes pero que van sumando y sin darnos cuenta van transformando los
lugares donde vivimos; las diferencias raciales se van eliminando y nuestras
costumbres y las de los demás se van entrelazando en una nueva dirección, en la
que no cabe el rechazo, en la que das la mano y luego arrimas el hombro.
Welinton Galván
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