EL SIGLO MÁS CRISTIANO
Martí Colom
Hay un discurso habitual en ciertos sectores de nuestra Iglesia (quizá menos desde que el papa Francisco asumió su cargo) que proclama lo singularmente difíciles que son los tiempos presentes para el anuncio del Evangelio. Quienes piensan así suelen argumentar, no sin razón, que uno de los efectos a largo plazo de la Ilustración ha sido la indiferencia masiva hacia cualquier forma de espiritualidad, convirtiendo la experiencia religiosa en algo cada día más extravagante en un mundo, el nuestro (por lo menos en Occidente), en el que parece que ya no hay sitio para Dios.
Nos parece que este discurso, que muchos juzgarán evidente, puede ser muy matizado: hasta el punto que se podría afirmar prácticamente lo contrario, a saber, que nuestro siglo XXI es en cierto modo el más cristiano de los siglos. No el de mayor fervor religioso ni el de mayor participación en la vida de la Iglesia (de nuevo, estamos pensando sobre todo en Occidente): pero nunca antes los valores comúnmente aceptados por una vasta mayoría de la humanidad habían coincidido tanto con los que Jesús anunció hace dos mil años. Y esto no puede sino ser una magnífica plataforma para proclamar el Evangelio y un motivo para que los creyentes veamos el futuro con optimismo.
¿En qué otra época se había hablado tanto de los derechos inviolables de la persona? ¿Cuándo se habían respetado estos derechos tanto como ahora, a pesar del largo camino que nos queda todavía por recorrer? ¿Cuándo existieron tantas leyes para proteger a los débiles y asegurar unas cuotas nada despreciables de solidaridad social? ¿En qué momento previo del acontecer humano había existido nada ni siquiera parecido a lo que el antropólogo francés René Girard llama «la moderna preocupación por las víctimas»[1]? ¿Cuándo se había vivido algo semejante a la igualdad de que hoy (insistimos, a pesar de lo mucho que queda por lograr) disfrutan razas distintas, mujeres y hombres, lugareños y extranjeros, personas sanas y enfermas? A todas estas preguntas la respuesta sólo puede ser: jamás. Únicamente en nuestro tiempo se ha llegado no sólo al consenso teórico de que las personas no pueden vivir sin libertad, sino a la realidad política de que gran parte de la humanidad vive de hecho bajo sistemas democráticos, que por deficientes e imperfectos que sean protegen al individuo como nunca en otras épocas lo protegían sistemas que eran infinitamente más despóticos, corruptos y salvajes.
Anunciar el Evangelio y vivirlo no es fácil hoy y nunca lo será. Y sin embargo, es más fácil hoy que en épocas pasadas, no más difícil ‒gracias a este consenso de gran parte de la humanidad en unos valores y criterios cuyas mismas raíces son netamente cristianas.
La afirmación de que vivimos en el siglo más cristiano de la historia podría ser rebatida mediante dos argumentos que queremos tener en cuenta. Por un lado, se podría rechazar nuestro planteamiento diciendo que en realidad el mundo es todavía profundamente injusto: se rige en definitiva por las brutales leyes del mercado (que no tienen nada de evangélico) y debería avergonzarnos a todos que millones de personas vivan en la miseria y pasen hambre. Por lo tanto, nuestra descripción del siglo XXI como «siglo cristiano» es un disparate ingenuo (si no directamente cínico) que no analiza correctamente la auténtica locura egoísta en la que vivimos. Este planteamiento defendería que, en realidad, el valor típico del siglo XXI es la búsqueda egoísta y desbocada del propio bienestar material, sin que importe el daño que tal búsqueda cause a los más indefensos: un valor, por lo tanto, situado en las antípodas del Evangelio.
A esta objeción responderíamos diciendo que nuestra afirmación no es que el reinado de Dios esté plenamente consumado entre nosotros, como si en nuestra época se hubiesen realizado todos los ideales cristianos ‒eso no ocurrirá nunca, pues ninguna sociedad encarnará jamás la vivencia perfecta del Evangelio. Lo que proponemos es que el reinado de Dios está cerca, o (siendo más precisos) más cercano que en épocas pasadas: porque en el pasado el mundo también se regía por leyes y fuerzas egoístas, también imperaba la injusticia, la violencia y la desigualdad, con la diferencia de que sólo hoy (como decíamos) valores como la defensa de la paz, la solidaridad, la protección del débil, la libertad de expresión y la lucha por la dignidad de todo ser humano son compartidos por una gran mayoría de la humanidad, en culturas y tradiciones distintas. Sólo con la modernidad se ha alcanzado un consenso amplio de que esos son valores imprescindibles, por mucho que ellos no gobiernen efectivamente el mundo. En este sentido, pues, mantenemos nuestra afirmación ‒a pesar de las fuerzas destructivas y violentas que, sin duda, siguen vivas en nuestro tiempo.
Por otro lado, desde un ángulo diferente, se podrá decir que no es correcto identificar los avances sociales expuestos al principio de nuestra reflexión (y que acabamos de repetir en el párrafo anterior) con el cristianismo, ya que el discurso de Jesús no era el de un amable progresista del siglo XXI que vino a proponer las virtudes de la solidaridad: iba mucho más allá de la simple denuncia de la injusticia y era, sobre todo, un mensaje espiritual. Se nos podrá decir, en consecuencia, que no podemos convertir anacrónicamente y de manera sesgada el discurso de Jesús en una simple proclamación anticipada de los derechos humanos. Y que en definitiva el siglo XXI, debido a su indiferencia hacia Dios, es el menos cristiano de los siglos.
A esta crítica habría que reconocerle que, efectivamente, el mensaje cristiano no se reduce a un humanismo sin referencia a Dios: el núcleo del Evangelio es la experiencia del Padre que nos ama e invita, y sin este núcleo no se entiende a Jesús. Pero, de nuevo: no estamos afirmando que nuestra época encarne perfectamente el ideal cristiano, y que el reinado de Dios ya esté aquí… sino que está cerca ‒y más cerca que en tiempos anteriores.
Sería muy difícil demostrar que épocas pasadas, donde (por lo menos en el Occidente cristiano) un mayor número de personas vivían según las normas de la Iglesia (fuera esta la católica, la ortodoxa o ‒después de Lutero‒ alguna denominación protestante) fueron épocas realmente más cristianas, si por época cristiana entendemos momentos históricos en que más personas han vivido construyendo el reino de Dios. Si culturalmente eran épocas más salvajes y más injustas, y efectivamente lo eran, ¿hasta qué punto podemos decir que la mayor práctica ritual de la religión significaba realmente una vida espiritual más cristiana que la nuestra? La mayor brutalidad e injusticia, ¿no hacían de épocas pasadas, de hecho, épocas menos cristianas, por mucho que las sociedades occidentales vivieran bajo un innegable barniz cristiano?
Dicho de otra manera: vivir a fondo el Evangelio, que como ya hemos dicho nunca será una empresa sencilla, exigía a un europeo del siglo XIII o del siglo XVI que tomara más distancia respecto a su cultura (por mucho que esta fuera más religiosa que la nuestra) de lo que nos exige a nosotros. El “aire” cultural que respiramos en el siglo XXI es más afín a las enseñanzas de Jesús que en ningún momento previo de la historia.
No podemos ignorar que la indiferencia actual hacia la trascendencia y hacia Dios es un obstáculo formidable para la comprensión del mensaje cristiano. Y sin embargo, lo que estamos cuestionando aquí es que otras épocas más aparentemente religiosas produjeran realmente una mayor cercanía a la sensibilidad de Jesús y al núcleo de su mensaje. De hecho, en la medida en que la religiosidad de nuestros antepasados tenía muy a menudo tintes mágicos y supersticiosos, más que acercarlos, esa mismísima religiosidad los alejaba del Evangelio.
Tratando de responder a la posible crítica de que nuestra afirmación básica («vivimos en el siglo más cristiano») ignora flagrantemente el moderno olvido de Dios, descubrimos que en el trasfondo de este debate habría otro debate: el que versa sobre qué nos hace ser cristianos. Si respondemos a esta pregunta diciendo que el dato primordial que hace que una sociedad sea cristiana es la práctica de los sacramentos por parte de sus habitantes y su pertenencia formal a la institución eclesial, entonces, efectivamente, debemos renunciar a nuestra tesis. Viviríamos (seguimos hablando de Occidente) en una época de tremenda des-cristianización. Pero hay otra respuesta posible: la que propone que la práctica de los sacramentos no debería ser el dato básico (o el único) que identifique a una sociedad como cristiana, porque los sacramentos también pueden celebrarse de manera vacía y ritualista, desde una fe puramente “mágico-supersticiosa” que avance poco, muy poco, en la senda del seguimiento de Jesús, de sus exigencias éticas y de su espiritualidad encarnada en las realidades humanas de cada día. Y que por lo tanto el dato básico que define una sociedad como cristiana tendrá que ser la fe de sus ciudadanos en el Dios de Jesús. De ésta quizá haya poca entre nosotros, pero esta fe es indisociable de la creencia en el valor del amor por encima del odio y del honor; fe en el valor del perdón; fe en la inviolabilidad de toda vida humana; fe en la igualdad de todos los seres humanos, sea cual sea su condición; fe en la solidaridad, fe en la paz. Y aquí llegamos una vez más a las razones de nuestro argumento: nunca tanta gente había tenido tanta fe en estos principios como hoy. Consecuentemente, nuestra sociedad está más preparada para comprender el Evangelio que la de épocas pasadas. Que antes más gente confesara “creer en Dios” y viviera bajo las leyes eclesiásticas no es garantía ni significa que aquellos fueran tiempos más cristianos ‒si en la práctica las sociedades eran más crueles, más injustas, más violentas y más brutales que la nuestra.
Concluyendo: es evidente que nos queda mucho camino por delante en la tarea de construir el reinado de Dios, y no era nuestra intención ponerlo en duda. Hemos identificado dos enormes retos, dos obstáculos monumentales para el Evangelio: las dinámicas egoístas e injustas que siguen rigiendo el destino de la humanidad y la indiferencia hacia Dios con la que viven millones de personas en nuestro siglo XXI. A su vez, hemos identificado también la ventaja que tenemos nosotros respecto a nuestros antepasados en nuestro empeño por hacer creíble y atractivo el mensaje de Jesús: que vivimos en medio de una cultura que coincide en muchos de sus planteamientos, en su sensibilidad y en sus valores esenciales con los planteamientos, la sensibilidad y valores del Evangelio. Nuestra ventaja es, en efecto, que vivimos en el siglo más cristiano.
Martí Colom
¡Excelente post! Totalmente de acuerdo con la tesis...
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