lunes, 1 de junio de 2015

ESPACIO DE REFLEXIÓN

TIEMPO DE PENTECOSTÉS: LA FIESTA DE LA UNIVERSALIDAD

Esteve Redolad

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente (…) se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras (…). Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma (…) preguntaban: -No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los olmos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua». (Hch 2,1-11).

La fiesta de Pentecostés, como muestran las frases marcadas en cursiva en esta cita, es la fiesta de la comunicación, es la fiesta en la que celebramos que los seres humanos somos capaces de comunicarnos de forma enriquecedora y fructífera, superando diferencias lingüísticas y culturales. A pesar de vivir en plena globalización y en la llamada era de las comunicaciones, la capacidad universalista a la que apunta la fiesta hoy tiene, en pleno siglo XXI, tintes de reto. Una pequeña pincelada histórica nos puede ayudar a averiguar el porqué.    

Una de las grandes conquistas de la que se jactaban los padres de la Ilustración en el siglo XVIII  fue la superación de las supersticiones religiosas y los abusos sociales del ancien régime. El hombre, dirían ellos, había encontrado en la razón un nuevo referente universal desde donde explicarse a sí mismo, sin necesidad de Dios ni de la religión. Así pues, desde la razón nació el concepto de los derechos universales del ser humano, la lucha contra privilegios de cualquier índole (religioso, político o social) y la defensa de los valores democráticos. La diosa razón, como fue bautizada, pasó a ocupar el altar de la modernidad y con ella los ya conocidos ideales de igualdad, libertad y fraternidad. Sin embargo las pretensiones igualitaristas y universalistas de la Ilustración pronto se pusieron en tela de juicio.     

El Despotismo Ilustrado, el Romanticismo y los sentimientos nacionales, juntos con la  expansión colonial del siglo XIX, hicieron tambalear los axiomas universales del racionalismo. El discurso sobre el mundo y sobre el hombre, ambos cada vez más estudiados y conocidos, era sospechoso porque tenía un carácter exclusivamente occidental. Con las primeras independencias de las colonias, se oían (e interpretaban) las voces de las sociedades y culturas  de Asia, América y África que relativizaban (y cuestionaban) los valores racionalistas surgidos en Europa.

Los valores occidentales ilustrados, sus ideales políticos y filosóficos eran paulatinamente destronados de su pretendida universalidad y en su lugar iban apareciendo nuevas nociones filosóficas que reclamarían su espacio.

Ya a principios del siglo XX surgen los primeros filósofos del lenguaje, y con ellos, el lenguaje entendido no solo como transmisor sino también como creador y posibilitador de pensamiento e identidad.

El lenguaje, y con él la cultura o la nación, se convierte en el sistema de referencia desde donde cada pueblo y cada cultura se traza su propio entendimiento de sí mismo y el de los demás. Con el surgimiento de estos nuevos conceptos nace una nueva revalorización de nociones como el carácter nacional, o la cultura, y en su versión radical, el determinismo cultural o la concepción idealista y estática de la cultura.

Así como la noción central de Dios fue substituida por la razón, y ésta a su vez por la concepción del  lenguaje (o cultura) como sistema de referencia primado e inamovible, hoy también la identidad cultural o nacional puede empezar a cuestionarse.

En plena globalización e inmersos de lleno en la revolución tecnológica, los valores culturales todavía venerados están cada vez más difuminados por la mezcla imparable de grupos, culturas, creencias, experiencias y personas que nuestro mundo experimenta. Estamos en el periodo con más inmigración de la historia. Somos más inmigrantes en proporción a la población, más personas viajan y más lejos, más a menudo y durante más tiempo. Las culturas están destinadas a ser más abiertas y a ser menos longevas que en un pasado no muy lejano. El mestizaje racial y cultural es irrefrenable. En pleno siglo XXI, con una volatilidad cultural creciente, defender la cultura como paradigma o como sistema de referencia inmutable será cada vez más insostenible.

Quizás no exista paradigma teórico o filosófico que nos indique un nuevo valor universal que defina al ser humano más allá del lenguaje o de su particular paradigma cultural. Durante las últimas tres centurias el principio universal se desplazó desde la divinidad a la razón y de ésta al principio más rico pero igualmente rígido de cultura (o nación o lenguaje). Pero parece que la cultura no es el fin de la pregunta sobre la identidad humana. Quizá la búsqueda universal sobre el hombre no tiene que venir del mundo de las ideas sino del mundo de la experiencia. Desde la experiencia sabemos que por muy difícil que resulte, siempre es posible la comunicación con cualquier persona de cualquier punto del planeta; la capacidad de enternecerse con una sonrisa o de angustiarse con un llanto; la capacidad de entender el sufrimiento de otros y solidarizarse con desconocidos. Esta capacidad, esta experiencia, difícil de definir desde la filosofía, es la que narra el pasaje de la experiencia de Pentecostés, la experiencia del Espíritu, la experiencia de entender y hacerse entender; la experiencia de superar las diferencias culturales, religiosas, lingüistas, históricas, sociales, económicas, y que hace posible que individuos de dos mundos distintos puedan comunicarse y amarse.

En plena postmodernidad (desde la absolutización de lo relativo) es difícil hablar de experiencias universales sin ser tachados de imperialistas culturales o conquistadores ideológicos. Quizás mejor no nos entretengamos en hablar de ello, sino que vivamos (desde el privilegiado momento histórico en el que las experiencias de diversidad son ya ineludibles) un Pentecostés en el que aquellos que la época de la absolutización de la cultura convirtió, por hablar una lengua distinta,  en “los distintos, los otros y los extraños”, se conviertan en iguales, personas con las cuales podamos comunicarnos y en quien sepamos reconocernos. 


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