ESPACIO DE REFLEXIÓN
PASCUA: LA HORA DE ABANDONAR EL MIEDO
Los
relatos evangélicos que narran la experiencia de los discípulos de Jesús el domingo
de Pascua y los días y semanas posteriores están llenos de exhortaciones a perder
el miedo. «No os asustéis», les dice el joven vestido de blanco a las mujeres
que habían ido al sepulcro en el Evangelio de Marcos (Mc 16,6). En la narración de Mateo el ángel que hace rodar la piedra del sepulcro
también se dirige a las mujeres diciendo: «Vosotras no temáis» (Mt 28,5); y
cuando enseguida hallan al mismo Jesús, después de saludarlas lo primero que les
dice es de nuevo: «No temáis» (Mt 28,10). En Lucas, cuando Jesús se presenta en
medio de sus seguidores ellos se sobresaltan y asustan, y él les tranquiliza
diciendo: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué alberga dudas vuestra mente?» (Lc
24,38). Finalmente, en el relato de Juan, el evangelista nos cuenta que los
discípulos estaban encerrados en la casa llenos de miedo. Jesús se presenta y
lo primero que hace es desearles paz con insistencia (Jn 20,19 y 20,21); cuando
regresa ocho días más tarde repite el mismo saludo consolador: «La paz con
vosotros» (Jn 20,26).
Parece
indudable, pues, que para los cuatro evangelistas la experiencia pascual está
vinculada a la superación del miedo. O, siendo más precisos: lo que los textos
indican es que con miedo no se puede vivir la Pascua. El miedo es el obstáculo
que debe desaparecer para que los discípulos puedan comprender la buena noticia
de la Resurrección. Les asusta sobremanera que al final toda la aventura
evangélica haya terminado con la muerte absurda y estéril de Jesús. Este es el
miedo que la Pascua refuta: miedo a que nuestras vidas, y la vida en general, no tenga ningún sentido. En lenguaje teológico
diríamos que es el miedo a que Dios no cumpla sus promesas. En lenguaje
sociológico, es el miedo a que la humanidad no vaya a encontrar nunca caminos
auténticos de paz, desarrollo, progreso solidario, fraternidad y tolerancia.
Vencer
este miedo nos permite celebrar la Pascua; celebrar la Pascua es comprender que
este miedo era infundado. Por lo tanto, nuestra fiesta anual de la vida nueva
que Dios nos regala será incompleta, de hecho será imposible, si no nos impulsa
a ir abandonando los miedos que anidan en nuestro interior.
Quizá
no siempre nos damos cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser el miedo.
No sólo nos roba la paz y nos paraliza, que son ya consecuencias graves del
temor. Pero es que además el miedo nos hace mezquinos: cuando vivimos
atemorizados no nos queda tiempo para nadie más que para nosotros mismos.
Todavía peor: el miedo nos lleva a la desconfianza, y ésta al aislamiento.
Cuando nos dejamos guiar por el miedo solemos terminar solos –incapaces de
abrir nuestro corazón a nadie, convencidos de que los demás (incluso aquellos de
cuya estima no deberíamos dudar) usarán nuestra confianza para de algún modo
hacernos daño. Finalmente, el miedo nos hace violentos. Toda violencia se
alimenta del temor, y cuanto más grande es este, más feroz aquella. Esto último
es aplicable tanto a dinámicas interpersonales como a grandes conflictos entre
colectivos e incluso entre países, y la historia está llena de ejemplos que lo
demuestran. En pocos meses, por ejemplo, conmemoraremos los cien años del
trágico estallido de la Primera Guerra Mundial. Uno de los elementos que
explican cómo pudo ser que tantas sociedades teóricamente civilizadas, cultas y
modernas se lanzaran por aquella pendiente irracional de sangre y fuego (que en
cuatro años dejaría más de nueve millones de muertos y Europa devastada) fue el
miedo que en los años y meses previos a agosto de 1914 creció en todas ellas (a menudo sin motivos reales) hacia
las demás.
Seguramente
no es humanamente posible vivir sin ningún miedo. Siempre habrá quien diga que eso
no sería ni siquiera deseable, ya que el miedo nos ayuda a no ser temerarios y
a pensar bien las cosas antes de hacer disparates. No estamos muy seguros de
que esto último sea cierto: cuántas veces no es precisamente el miedo el que
nos lleva a actuar desesperadamente, insensatamente y con profundo egoísmo. En
este sentido, más que con los defensores de las dudosas virtudes del miedo
estaríamos de acuerdo con la famosa frase de Franklin D. Roosevelt en su
conocido discurso inaugural como presidente de los EEUU en marzo de 1933: «A lo
único que debemos tener miedo es al propio miedo». En todo caso, el mensaje de
la Pascua es muy claro: «No temáis». Porque el miedo es mal consejero y peor
guía. Y si acaso no sea viable eliminarlo totalmente de nuestras vidas, sí es
preciso que le otorguemos tan poco protagonismo como sea posible.
Martí Colom
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