domingo, 20 de abril de 2014

ESPACIO DE REFLEXIÓN

PASCUA: LA HORA DE ABANDONAR EL MIEDO

Los relatos evangélicos que narran la experiencia de los discípulos de Jesús el domingo de Pascua y los días y semanas posteriores están llenos de exhortaciones a perder el miedo. «No os asustéis», les dice el joven vestido de blanco a las mujeres que habían ido al sepulcro en el Evangelio de Marcos (Mc 16,6). En la narración de Mateo el ángel que hace rodar la piedra del sepulcro también se dirige a las mujeres diciendo: «Vosotras no temáis» (Mt 28,5); y cuando enseguida hallan al mismo Jesús, después de saludarlas lo primero que les dice es de nuevo: «No temáis» (Mt 28,10). En Lucas, cuando Jesús se presenta en medio de sus seguidores ellos se sobresaltan y asustan, y él les tranquiliza diciendo: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué alberga dudas vuestra mente?» (Lc 24,38). Finalmente, en el relato de Juan, el evangelista nos cuenta que los discípulos estaban encerrados en la casa llenos de miedo. Jesús se presenta y lo primero que hace es desearles paz con insistencia (Jn 20,19 y 20,21); cuando regresa ocho días más tarde repite el mismo saludo consolador: «La paz con vosotros» (Jn 20,26). 

Parece indudable, pues, que para los cuatro evangelistas la experiencia pascual está vinculada a la superación del miedo. O, siendo más precisos: lo que los textos indican es que con miedo no se puede vivir la Pascua. El miedo es el obstáculo que debe desaparecer para que los discípulos puedan comprender la buena noticia de la Resurrección. Les asusta sobremanera que al final toda la aventura evangélica haya terminado con la muerte absurda y estéril de Jesús. Este es el miedo que la Pascua refuta: miedo a que nuestras vidas, y la vida en general, no tenga ningún sentido. En lenguaje teológico diríamos que es el miedo a que Dios no cumpla sus promesas. En lenguaje sociológico, es el miedo a que la humanidad no vaya a encontrar nunca caminos auténticos de paz, desarrollo, progreso solidario, fraternidad y tolerancia.

Vencer este miedo nos permite celebrar la Pascua; celebrar la Pascua es comprender que este miedo era infundado. Por lo tanto, nuestra fiesta anual de la vida nueva que Dios nos regala será incompleta, de hecho será imposible, si no nos impulsa a ir abandonando los miedos que anidan en nuestro interior.

Quizá no siempre nos damos cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser el miedo. No sólo nos roba la paz y nos paraliza, que son ya consecuencias graves del temor. Pero es que además el miedo nos hace mezquinos: cuando vivimos atemorizados no nos queda tiempo para nadie más que para nosotros mismos. Todavía peor: el miedo nos lleva a la desconfianza, y ésta al aislamiento. Cuando nos dejamos guiar por el miedo solemos terminar solos –incapaces de abrir nuestro corazón a nadie, convencidos de que los demás (incluso aquellos de cuya estima no deberíamos dudar) usarán nuestra confianza para de algún modo hacernos daño. Finalmente, el miedo nos hace violentos. Toda violencia se alimenta del temor, y cuanto más grande es este, más feroz aquella. Esto último es aplicable tanto a dinámicas interpersonales como a grandes conflictos entre colectivos e incluso entre países, y la historia está llena de ejemplos que lo demuestran. En pocos meses, por ejemplo, conmemoraremos los cien años del trágico estallido de la Primera Guerra Mundial. Uno de los elementos que explican cómo pudo ser que tantas sociedades teóricamente civilizadas, cultas y modernas se lanzaran por aquella pendiente irracional de sangre y fuego (que en cuatro años dejaría más de nueve millones de muertos y Europa devastada) fue el miedo que en los años y meses previos a agosto de 1914 creció  en todas ellas (a menudo sin motivos reales) hacia las demás.

Seguramente no es humanamente posible vivir sin ningún miedo. Siempre habrá quien diga que eso no sería ni siquiera deseable, ya que el miedo nos ayuda a no ser temerarios y a pensar bien las cosas antes de hacer disparates. No estamos muy seguros de que esto último sea cierto: cuántas veces no es precisamente el miedo el que nos lleva a actuar desesperadamente, insensatamente y con profundo egoísmo. En este sentido, más que con los defensores de las dudosas virtudes del miedo estaríamos de acuerdo con la famosa frase de Franklin D. Roosevelt en su conocido discurso inaugural como presidente de los EEUU en marzo de 1933: «A lo único que debemos tener miedo es al propio miedo». En todo caso, el mensaje de la Pascua es muy claro: «No temáis». Porque el miedo es mal consejero y peor guía. Y si acaso no sea viable eliminarlo totalmente de nuestras vidas, sí es preciso que le otorguemos tan poco protagonismo como sea posible.

Martí Colom


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