ESPACIO DE REFLEXIÓN
AL ESTE DEL CEDRÓN
No cuesta mucho imaginar a Jesús sentado en un terraplén
del Monte de los Olivos, quizá apoyando la espalda en el tronco de un árbol
robusto, quizá con una ramita de romero en los labios, contemplando, al otro
lado del torrente Cedrón, la vista imponente del templo, altivo y monumental,
con sus muros perfectos y sus enormes bloques de piedra relucientes al sol. El
templo que Jesús observa es una obra reciente: Herodes el Grande empezó a
levantarlo unos veinte años antes del nacimiento del hijo de María, y su
construcción ha durado varios lustros. De modo que Jesús está viendo una
edificación nueva, apenas concluida, en todo su esplendor, pensada para
provocar admiración, otra gran edificación de un rey que ha sido amante de
proyectos arquitectónicos ambiciosos (como Cesarea Marítima o su palacio en la
fortaleza de Masada), y que mediante este templo ha querido dejar en la ciudad
llamada Santa la huella definitiva de su propio nombre y un recuerdo permanente
de su largo reinado.
¿Qué piensa? ¿Qué siente? Jesús sufre: se rebela contra
todo lo que el templo representa. A lo largo de un itinerario complejo, que lo
llevó de su Galilea natal a pasar un tiempo con el Bautista en el desierto, y
después de nuevo a Galilea, comprende ahora la incoherencia, la incongruencia,
el absurdo, la distorsión, más que todo eso, la perversión que este templo
significa. En las fértiles y acogedoras tierras galileas Jesús ha madurado lo
que vivió con Juan: él ha tenido una experiencia muy profunda, y diferente a la
del Bautista. Ha captado que Dios está en lo humano, en lo de cada día, en la
fiesta, en el amor, y que todas las exclusiones son de hechura humana y sirven
a los intereses de los que imponen su voluntad al resto. Jesús ha masticado los
versos del libro de Isaías, en que el poeta se pone en la piel de Dios para
decir: «Estoy harto de sacrificios de carneros… no quiero sangre de bueyes, ni
de ovejas, ni de machos cabríos… aprended a hacer el bien: buscad la justicia,
restituid al agraviado, oíd al huérfano, amparad a la viuda» (Is 1, 10, 17). Y
ahora, este nuevo templo desfigura una vez más el rostro humano de Dios,
envenena su ternura, esconde su dulzura. Templo hecho de separaciones, que
divide lo “sagrado” de lo “mundano”, ¡cuando este mundo precioso, y todo lo que
hay en él, es la auténtica casa de Dios! Jesús sabe que los espacios bien
delimitados del templo, cada vez más excluyentes (el patio de los gentiles, el
de los hombres, el de los sacerdotes, el santísimo…), sirven para empequeñecer
desde su pompa a hombres y mujeres para hacer de ellos niños… o
peor, esclavos. El templo es un monumento al miedo, cuando Dios es una brisa de
esperanza. Y peor todavía: el templo es un negocio donde se saca provecho de la
fe sincera de la gente.
Jesús sufre. Al Este del Cedrón. Esta viñeta, la de un
Jesús quizá cansado, ciertamente indignado, que contempla con dolor el templo
desde el Monte de los Olivos, nos puede servir de imagen para indicar que
siguen existiendo, hoy, torrentes Cedrones: son aquellas líneas que definen
dónde estamos frente al poder religioso, frente a la sacralidad infantilizante.
Quizá no serán un riachuelo ni un monte… pero están ahí, en nuestras
decisiones, en nuestro modo de mirar al mundo, en nuestro corazón. Sigue siendo
vital, si la experiencia de Jesús realmente nos importa, saber estar al Este del Cedrón.
Al Este del Cedrón tomamos conciencia de que todos los
espacios son de Dios, no sólo los templos. Más todavía, al Este del Cedrón
aprendemos que la parafernalia de los grandes santuarios ayuda muy poco a la
liberación del hombre o la mujer que se abre a Dios en su intimidad, que lo ve
y reconoce en los demás, en las situaciones humanas de alegría o dolor, en la
calle, en el camino. Al Este del Cedrón desconfiamos de todo puritanismo, de
toda separación entre santos y pecadores, que ya es condena, hecha en nombre de
Dios. Nos asusta, al Este del Cedrón, la atracción que ejercen los lugares
mágicos: y nos asusta porque sabemos que cuando alguien decide que éste o aquel
espacio es una tierra prometida, un enclave santo, pronto otros dirán que es
“mi” tierra prometida, por donde “tú” no tienes derecho a pasar. Y en el
proceso, una vez más, habremos olvidado que toda la tierra es santa. Al Este
del Cedrón intuimos que la pompa y la suntuosidad son proyecciones de la importancia
que nosotros quisiéramos tener, pero
lecturas incorrectas del alma de Dios –que es amante de lo discreto, de lo
sencillo, de lo cotidiano. Los grandes templos hablan más de la soberbia de los
hombres, de sus delirios, de su necesidad de despertar admiración y de sus
luchas por el poder que de la bondad de Dios. Al Este del Cedrón cultivamos una
relación con Dios donde lo que importan son las personas. Al Este del Cedrón no
nos refugiamos en un lenguaje artificial, ni en unos gestos premeditados, ni en
títulos eclesiásticos, para (en el fondo) distanciarnos de todo el mundo con el
pretexto de acercarnos a Dios. Al Este del Cedrón usamos el lenguaje de cada
día, nos mostramos tal y como somos, vivimos sin jerarquías, y nos sabemos más
cerca de Dios cuanto más nos acercamos a los demás. Al Este del Cedrón hay un
jardín sin muros, un espacio abierto, sin dueños, donde cualquiera puede
entrar: allí nada nos protege y nada nos ahoga. Al Este del Cedrón está la
tierra de los hombres y las mujeres que quieren ser y se saben adultos,
dignos, libres, y solidarios.
Martí Colom
Bien pensado y bien dicho.
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