lunes, 14 de abril de 2014

ESPACIO DE REFLEXIÓN

AL ESTE DEL CEDRÓN

No cuesta mucho imaginar a Jesús sentado en un terraplén del Monte de los Olivos, quizá apoyando la espalda en el tronco de un árbol robusto, quizá con una ramita de romero en los labios, contemplando, al otro lado del torrente Cedrón, la vista imponente del templo, altivo y monumental, con sus muros perfectos y sus enormes bloques de piedra relucientes al sol. El templo que Jesús observa es una obra reciente: Herodes el Grande empezó a levantarlo unos veinte años antes del nacimiento del hijo de María, y su construcción ha durado varios lustros. De modo que Jesús está viendo una edificación nueva, apenas concluida, en todo su esplendor, pensada para provocar admiración, otra gran edificación de un rey que ha sido amante de proyectos arquitectónicos ambiciosos (como Cesarea Marítima o su palacio en la fortaleza de Masada), y que mediante este templo ha querido dejar en la ciudad llamada Santa la huella definitiva de su propio nombre y un recuerdo permanente de su largo reinado.



Herodes ha sido un personaje de altura, un político notable que ha sabido mantenerse en el poder durante más de treinta años a base de astucia y brutalidad. Construyendo el templo se ha querido ganar el apoyo y el aprecio del pueblo y del poderoso partido saduceo, él, que a causa de su origen idumeo siempre ha visto cuestionada su identidad judía y, por lo tanto, la legitimidad de su poder. Lo que nadie sabe todavía es que el templo no llegará al siglo de vida y que en el 70, apenas noventa años después del inicio de su construcción, la fuerza de Roma arrasará los delirios de piedra del gran Herodes. Ahora, cuando Jesús de Nazaret mira con ojos profundos sus muros desafiantes, el templo parece destinado a seguir allí por mil años más.

¿Qué piensa? ¿Qué siente? Jesús sufre: se rebela contra todo lo que el templo representa. A lo largo de un itinerario complejo, que lo llevó de su Galilea natal a pasar un tiempo con el Bautista en el desierto, y después de nuevo a Galilea, comprende ahora la incoherencia, la incongruencia, el absurdo, la distorsión, más que todo eso, la perversión que este templo significa. En las fértiles y acogedoras tierras galileas Jesús ha madurado lo que vivió con Juan: él ha tenido una experiencia muy profunda, y diferente a la del Bautista. Ha captado que Dios está en lo humano, en lo de cada día, en la fiesta, en el amor, y que todas las exclusiones son de hechura humana y sirven a los intereses de los que imponen su voluntad al resto. Jesús ha masticado los versos del libro de Isaías, en que el poeta se pone en la piel de Dios para decir: «Estoy harto de sacrificios de carneros… no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos… aprended a hacer el bien: buscad la justicia, restituid al agraviado, oíd al huérfano, amparad a la viuda» (Is 1, 10, 17). Y ahora, este nuevo templo desfigura una vez más el rostro humano de Dios, envenena su ternura, esconde su dulzura. Templo hecho de separaciones, que divide lo “sagrado” de lo “mundano”, ¡cuando este mundo precioso, y todo lo que hay en él, es la auténtica casa de Dios! Jesús sabe que los espacios bien delimitados del templo, cada vez más excluyentes (el patio de los gentiles, el de los hombres, el de los sacerdotes, el santísimo…), sirven para empequeñecer desde su pompa a hombres y mujeres para hacer de ellos niños… o peor, esclavos. El templo es un monumento al miedo, cuando Dios es una brisa de esperanza. Y peor todavía: el templo es un negocio donde se saca provecho de la fe sincera de la gente.

Jesús sufre. Al Este del Cedrón. Esta viñeta, la de un Jesús quizá cansado, ciertamente indignado, que contempla con dolor el templo desde el Monte de los Olivos, nos puede servir de imagen para indicar que siguen existiendo, hoy, torrentes Cedrones: son aquellas líneas que definen dónde estamos frente al poder religioso, frente a la sacralidad infantilizante. Quizá no serán un riachuelo ni un monte… pero están ahí, en nuestras decisiones, en nuestro modo de mirar al mundo, en nuestro corazón. Sigue siendo vital, si la experiencia de Jesús realmente nos importa, saber estar al Este del Cedrón.

Al Este del Cedrón tomamos conciencia de que todos los espacios son de Dios, no sólo los templos. Más todavía, al Este del Cedrón aprendemos que la parafernalia de los grandes santuarios ayuda muy poco a la liberación del hombre o la mujer que se abre a Dios en su intimidad, que lo ve y reconoce en los demás, en las situaciones humanas de alegría o dolor, en la calle, en el camino. Al Este del Cedrón desconfiamos de todo puritanismo, de toda separación entre santos y pecadores, que ya es condena, hecha en nombre de Dios. Nos asusta, al Este del Cedrón, la atracción que ejercen los lugares mágicos: y nos asusta porque sabemos que cuando alguien decide que éste o aquel espacio es una tierra prometida, un enclave santo, pronto otros dirán que es “mi” tierra prometida, por donde “tú” no tienes derecho a pasar. Y en el proceso, una vez más, habremos olvidado que toda la tierra es santa. Al Este del Cedrón intuimos que la pompa y la suntuosidad son proyecciones de la importancia que nosotros quisiéramos tener, pero lecturas incorrectas del alma de Dios –que es amante de lo discreto, de lo sencillo, de lo cotidiano. Los grandes templos hablan más de la soberbia de los hombres, de sus delirios, de su necesidad de despertar admiración y de sus luchas por el poder que de la bondad de Dios. Al Este del Cedrón cultivamos una relación con Dios donde lo que importan son las personas. Al Este del Cedrón no nos refugiamos en un lenguaje artificial, ni en unos gestos premeditados, ni en títulos eclesiásticos, para (en el fondo) distanciarnos de todo el mundo con el pretexto de acercarnos a Dios. Al Este del Cedrón usamos el lenguaje de cada día, nos mostramos tal y como somos, vivimos sin jerarquías, y nos sabemos más cerca de Dios cuanto más nos acercamos a los demás. Al Este del Cedrón hay un jardín sin muros, un espacio abierto, sin dueños, donde cualquiera puede entrar: allí nada nos protege y nada nos ahoga. Al Este del Cedrón está la tierra de los hombres y las mujeres que quieren ser y se saben adultos, dignos, libres, y solidarios.  
                                                        Martí Colom

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