jueves, 16 de enero de 2014

A FONDO

EL MUNDO NO TIENE RINCONES

Una de las realidades más difíciles con que nos encontramos los miembros de la Comunidad de San Pablo que vivimos en Sabana Yegua (República Dominicana) es la situación de la Cárcel Pública del Kilómetro 15, ubicada dentro del territorio de la parroquia que nosotros atendemos. Construida originalmente en 1940 como caserna militar, posteriormente fue transformada en prisión, y se pensó que podía acoger a unos doscientos presos: hoy alberga una media de seiscientos hombres, que malviven ahí en condiciones deplorables.

Cuando entra, el visitante queda inmediatamente impresionado por la suciedad, los gritos, la aglomeración de hombres que deambulan por el patio, el calor sofocante, los pasillos oscuros y malolientes, los huecos en los muros de las celdas donde los reclusos se acurrucan de noche y durante gran parte del día, la mirada asustada de muchos presos, sus tatuajes, las ollas de avena o de arroz poco apetecible que se sirve de cualquier modo a los encarcelados…   

Como todas las cárceles, sean del país que sean, el Km. 15 de Azua encierra un mundo aparte del mundo: con leyes y dinámicas propias, con su universo interior de signos y lenguajes, con sus ritos, mitos y leyendas, y también con clases sociales, con caudillos y súbditos, maestros y aprendices. El hacinamiento, la falta de medios para atender las necesidades de los reclusos y la ausencia de oportunidades educativas dentro del penal hacen que no se pueda pensar, de ningún modo, en que aquí se produzca ningún tipo de rehabilitación. Un joven que pasa meses o años en esta cárcel, cuando sale a la calle está, con toda seguridad, menos preparado para integrarse constructiva y pacíficamente en el tejido social que cuando ingresó. Para quien sólo entra a visitar el Km. 15 durante un rato, ponerse en la piel de estos hombres que llevan largos años viviendo aquí es, sencillamente, imposible. ¿Cómo les habrá afectado esta experiencia? ¿Cómo se recupera tanta dignidad perdida? Cuando un día queden libres, ¿sabrán relacionarse de nuevo con otras personas desde el respeto, la ternura y la confianza? ¿O bien la violencia, la dureza y el miedo que aquí han respirado constantemente ya les acompañarán toda la vida?  

Naturalmente, la petición que tienen la gran mayoría de los reclusos del Km. 15 es que les trasladen a otro penal: todos saben que están en la peor cárcel del país, muchos de ellos lejos de sus familias, que podrían atenderles si estuvieran encarcelados más cerca de sus hogares. Cualquier otro lugar, lo saben bien, sería mejor que este.

Algo que se suma a la desazón que ya de por sí produce esta cárcel es darse cuenta que aquí sólo llegan aquellos que desde que nacieron lo han tenido todo en contra. En el 15 no hay gente pudiente: en un contexto social donde gracias a sus medios, contactos y relaciones aquellos que provienen de familias acomodadas siempre encuentran una salida, por graves que hayan sido sus delitos, el denominador común de los presos de este penal es que todos nacieron en hogares pobres, rotos, sin recursos ni oportunidades.

Hace varios años que desde la parroquia de Sabana Yegua apoyamos un pequeño proyecto educativo dentro de este recinto penitenciario: hemos podido habilitar una celda con sillas, pupitres y pizarra, y allí, cada día, dos reclusos dan clases de alfabetización y educación básica a los presos que lo desean. Normalmente atienden estas clases unos 25 hombres. No es gran cosa, por supuesto, pero es la única oportunidad formativa de que disponen los presos del Km. 15.  

Y sin embargo, por necesaria que sea la educación que pueda impartirse en esta sencilla “escuelita”, hay algo que los presos aprecian mucho más: nuestra presencia, nuestras visitas semanales, la conversación, el trato franco, incluso las pequeñas bromas… porque los presos del 15 saben que lo peor que puede pasarle a una persona es que la olviden. Éste es su miedo más hondo, aunque pocos lo formulen así: temen que con el paso del tiempo primero los abogados, luego los amigos y finalmente su misma familia, sus esposas y sus hijos, dejen de pensar en ellos y de esperarles. Que semanalmente un grupo de nosotros se desplace a su cárcel para supervisar cómo va la escuela, visitarles y charlar un rato con ellos les indica precisamente que todavía no están completamente olvidados. En este sentido, lo más significativo que hacemos por estos hombres sin libertad es también lo más sencillo, lo menos costoso: ir. Pasar un tiempo, ni que sea una hora a la semana, con ellos. Así, poco a poco logramos que no se sientan completamente arrinconados por una sociedad que, ciertamente, les ha dado la espalda desde hace muchos años.

Quizá esto que en la cárcel del 15 de Azua se ve tan claramente (que a veces lo más importante es simplemente estar al lado del que sufre) nos indica también un camino a seguir en muchos otros ámbitos de nuestro trabajo con los más necesitados. Podemos tener buenas ideas, planificar buenos proyectos de desarrollo, podemos conseguir fondos para construir viviendas y letrinas, subvencionar becas, iniciar programas de micro-créditos… pero si hacemos todo esto desde la distancia de un despacho, sin acercarnos realmente a la experiencia de aquellos a quienes queremos ayudar, si no entablamos un diálogo auténtico con ellos, habremos olvidado lo más importante: que lo esencial no era terminar tal o cual obra, sino comunicar a tanta gente arrinconada por el sistema económico que, en verdad, el mundo no tiene rincones. Porque eso es exactamente lo que sucede cuando además de los recursos se comparten las inquietudes, el tiempo, el trabajo, el cariño y hasta el humor: los rincones desaparecen. Aquellos que se creían olvidados, relegados en un margen irrelevante de la sociedad, aprenden a valorar su propio espacio, lugar y empeño. Y entonces cualquier aldea pequeñita de la cordillera dominicana, cualquier caserío del altiplano boliviano, cualquier barrio de invasión de México o Bogotá, y también cualquier celda de un penal inhumano de Azua pueden ser el centro del mundo, espacios tan importantes como la Quinta Avenida de Nueva York, Picadilly Circus o la Piazza Navona de Roma. Pueden ser el centro del mundo, hemos dicho… porque lo son. Porque donde hay una persona que crece y sufre, que teme caer en el olvido, allí, en esta fragilidad, está lo más valioso que vamos a encontrar en esta tierra.

Aprender a estar cerca del que se sentía marginado nos enseña que, por mucho que nos empeñemos en creer lo contrario, en el mundo no hay un “centro” y mil “rincones”. En todo caso, hay tantos centros como personas: un universo con siete mil millones de centros. Y todos y cada uno son merecedores de respeto, de dignidad y de ternura. Incluso en la Cárcel Pública del Km. 15 de Azua.

                                                                     Martí Colom

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