martes, 4 de febrero de 2014

ESPACIO DE REFLEXIÓN

Simeón y Ana, o la generación de la esperanza

“Ahora, Señor, puedes, según tu promesa, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación.” (Lc 2, 29-30)

Qué duda cabe que la historia – toda  historia – se mueve de forma ondulante hacia su destino, con altos y bajos en el camino, como quien viaja por una de esas carreteras en las que desde lo alto de las colinas se ve el amplio horizonte, mientras que en los valles – a veces largos y profundos – podemos perder por completo la perspectiva. Es en esos valles en los que hay que mantener el rumbo y conservar el sentido de la orientación, cuando el destino ha dejado de ser una realidad visible y se torna en tan solo promesa de futuro, aun sabiendo que tarde o temprano volverá a mostrarse el horizonte en toda su anchura.

Solo el evangelista Lucas nos relata la historia de dos personajes desconocidos, dos personas ya entradas en años, Simeón y Ana, que vivían en Jerusalén en tiempos del nacimiento de Jesús. Sus vidas habían estado dedicadas enteramente a esperar el cumplimiento de las promesas de Dios, promesas de consuelo, de cercanía y de liberación. Ambos se llenan de inmensa alegría cuando ven a ese niño, nacido apenas 40 días antes en un rincón de Judea, y son capaces de vislumbrar en él la luz del horizonte amplio que llevaban tanto tiempo anhelando poder volver a ver…

Muchos de nosotros, los que ahora rondamos no más de 40 años de edad, solo hemos conocido una Iglesia y una sociedad que nos remitían, una y otra vez, a un tiempo pasado, a una época de cambios, libertad y valentía en la que se habían forjado nuestros mayores. Tiempos de clarividencia y esperanza, de amplios horizontes y perspectivas que no se correspondían con lo que hemos vivido nosotros, una Iglesia a veces cansina y con falta de visión. También hemos sido testigos del desánimo de muchas personas mayores que, digámoslo con sinceridad, han perdido la esperanza y se han refugiado en la indiferencia, el cinismo, o, en el peor de los casos, en la amargura.

Pero también hemos conocido a verdaderos profetas, hombres y mujeres que han sabido conservar vivas las promesas del futuro, y que sabían que todo valle tiene un final, y que todo camino nos vuelve a elevar, tarde o temprano, para poder recuperar la visión del horizonte luminoso. Hombres como Simeón, mujeres como Ana, llenos de Espíritu, a los que jamás se les borró de la cara su sonrisa de bondad, de alegría esperanzada, porque nunca dudaron de la fidelidad de Dios.

Nuestro mundo, nuestra Iglesia, se eleva hoy para permitirnos soñar con la luz que ilumina las naciones, con los espacios de libertad en los cuales poder hacer crecer el proyecto de un Dios de Amor, que sana heridas y supera divisiones. No hemos visto todavía nuestro destino, sino tan solo a un niño, una promesa de futuro que nos devuelve el horizonte que habíamos perdido. En este año pasado hemos escuchado muchas voces que se unen a las de Simeón y de Ana, personas mayores que se llenan de alegría al ver que Dios es fiel y que siempre está con nosotros, en todas las etapas del camino.

Quiero agradecer de todo corazón a todos los que forman parte de la generación de Simeón y Ana, a todos los profetas y profetisas de nuestro entorno, que han mantenido viva la esperanza en nuestro mundo y en nuestra Iglesia: gracias a ellos hoy podemos a soñar juntos.
                   
                                                                     Pablo Cirujeda


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