lunes, 17 de agosto de 2015

ESPACIO DE REFLEXIÓN

EL DISCURSO DEL PAN DE VIDA (y II)

Martí Colom

«¿No es éste Jesús?»

Siguiendo con la reflexión iniciada en un escrito previo, publicado hace algunos días, continuamos meditando sobre el discurso del pan de vida, que ocupa gran parte del capítulo 6 del Evangelio de Juan, y que en estas últimas semanas hemos escuchado en las misas del domingo.

En el versículo 6,42 se nos explica que una de las resistencias que encontró Jesús por parte de aquellos a quienes anunciaba la Buena Noticia se fundamentó ni más ni menos que en su cercanía. Él se identificó como pan del cielo, y ellos respondieron murmurando: «―Pero ¿no es éste Jesús, el hijo de José, de quien nosotros conocemos el padre y la madre?»

Se preguntan, asombrados, ¿cómo puede éste traernos algo nuevo, si es de aquí, de toda la vida, si es uno de los nuestros?

Detrás de estas preguntas, que comienzan con la mención del nombre propio de Jesús, como si su identidad bien conocida fuera el mayor argumento para desacreditar su mensaje, late una tendencia muy arraigada, no sólo en los que escuchaban a Jesús hace 2.000 años, sino todavía en muchos de nosotros: la tendencia a pensar que cuando Dios se manifieste en nuestras vidas lo hará mediante signos extraordinarios y acontecimientos espectaculares, completamente alejados de nuestra cotidianidad. Nos negamos a aceptar que Dios pueda llegar a nosotros de puntillas, a través de personas ordinarias, cercanas… conocidas de toda la vida. Y sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre.

Quizá muchos somos más herederos de lo que quisiéramos admitir de categorías supersticiosas y mágicas a partir de las cuales inconscientemente asociamos la presencia de Dios a lo sobrenatural, lo maravilloso, lo ajeno, lo alejado, lo incomprensible. Y nos parece que nuestra cotidianidad simplemente no puede ser el escenario ni el medio de la acción de Dios.

Jesús, naturalmente, viene a corregir tales criterios, a reivindicar la riqueza y santidad de lo ordinario, y a proponer que su cercanía (en definitiva, su humanidad) no era ni es un obstáculo para que él fuera y siga siendo, precisamente, pan vivo para todos.

Si tratamos de ser seguidores suyos deberemos comprender que cada uno de nosotros, desde nuestra sencillez, desde nuestro arraigo a las formas culturales que nos son propias, desde nuestra personalidad más o menos integrada, desde nuestras limitaciones, desde nuestros miedos y esperanzas, también estamos llamados a ser pan de vida para los demás.

Una lectura cuidadosa de este pasaje, en resumen, nos ayudará a descubrir la huella de Dios en lugares donde acaso no lo estábamos buscando: en el padre o el abuelo que me aconsejan, en los hijos que me cuestionan, en la esposa a quien amo, en el enfermo al que visito, en el amigo con quien me confío, en el vecino que me ayuda, en el compañero con quien trabajo, en el hermano con quien rezo y en el pobre a quien, descuidadamente, quizá tiendo a ignorar ―en vez de hallar, en él también, mi pan de vida eterna.


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