ESPACIO DE REFLEXIÓN
DOMINGO
DE RAMOS: EL FRACASO DE LA NO-VIOLENCIA, UN RETO PARA HOY
Martí
Colom
Con la fiesta del
Domingo de Ramos damos hoy inicio a las celebraciones de Semana Santa.
Conocemos de sobra la historia y su desenlace, y sin embargo, la fuerza de los
textos y de las diversas liturgias de estos días nos llevará un año más a vivir
una sucesión de sentimientos intensos y a menudo contradictorios, un auténtico
tobogán emocional, sobre todo durante el Triduo Pascual: de la calidez
entrañable que transmite la imagen del grupo de hermanos reunidos festivamente el
jueves por la noche al respeto impresionante que nos causa contemplar, al final
de aquella cena, el gesto sencillo y a la vez potente de Jesús, arrodillado,
lavando los pies de sus discípulos; de la angustia que experimentamos al ver su
soledad en Getsemaní a la frustración que provoca su arresto; del dolor causado
por la fractura de lealtad entre maestro y discípulos (“todos lo abandonaron”,
nos dirá el evangelista) a la indignación por el cinismo y la mezquindad de sus
acusadores; de la tristeza por su ejecución atroz a la euforia de una
resurrección que da sentido a toda la trama cuando ésta ya parecía
irreversiblemente concluida. Las liturgias nos recordarán que nuestra fe no es
un frío ejercicio intelectual, sino que más bien empieza con el estremecimiento
que deja en nosotros este relato formidable, a partir del cual, entonces,
elaboramos nuestra reflexión teológica.
Pues bien, la aventura
empieza hoy con la entrada de Jesús a Jerusalén, un episodio que ya anticipa los
profundos desencuentros que precipitarán el desenlace final: el galileo es
recibido en la capital por una muchedumbre entusiasta, el aire de la ciudad se
llena de palmas, ramas de olivo y cantos de alegría; y sin embargo, intuimos
que muy pocos captan el mensaje que él quiere comunicar entrando a lomos de un
borrico. Él, que quiere ser un sencillo mensajero de paz, es recibido como un caudillo.
A los pocos días, los mismos que proferían vítores pedirán su muerte en la
cruz. Semana Santa comienza, en definitiva, con
la narración del fracaso de la no violencia. Porque este es exactamente el
significado de la decisión de Jesús de entrar en la ciudad montado en un manso pollino.
El animal, que es una alusión a la profecía de Zacarías[1],
constituye una declaración de principios por parte del maestro: él sí es el
Mesías, pues realmente se sabe ungido, empapado y traspasado por el espíritu de
Dios, pero (precisamente por eso) el
suyo es un mesianismo no violento, inspirado en Isaías («ofrecí mi espalda a
los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba»[2])
y cimentado en su experiencia vital. Al fin y al cabo, Jesús ha invitado a sus
seguidores a amar al enemigo y a rechazar la venganza («al que te pegue en una
mejilla, preséntale también la otra»[3]).
La pasión narra
el espectacular fracaso de este mesianismo: en pocos días, cuando los que lo
recibieron con júbilo comprendan plenamente, al verle arrestado e indefenso, el
significado de su entrada a lomos del pollino (o acaso capten que la propuesta
no violenta iba en serio), declararán
su repudio y desinterés por él: la no violencia será vencida por la brutalidad
y la última lección de Jesús al pueblo de Jerusalén caerá en saco roto.
¿Qué enseñanzas
nos deja este drama?
En primer lugar
hay que señalar, naturalmente, que el verdadero fracaso de Jesús hubiese sido ceder
a la tentación del poder y de su inevitable servidora, la violencia, y
traicionar así toda su vida y misión: en este sentido, en el plano de la coherencia personal, él no fracasa, sino todo lo
contrario.
En segundo lugar,
en el plano de las ideas y los principios,
cuyo acierto y valor solamente el tiempo va confirmando o negando, Jesús es
ejemplar al proponer un camino, el de la no violencia, que hoy, dos milenios
más tarde, encuentra eco en mucha gente (cristianos y no cristianos, creyentes y
no creyentes), que lo avala como el camino más noble, maduro, constructivo,
sensato y audaz de cuantos caminos pueda andar la persona humana.
Y sin embargo no deberíamos ser ingenuos ni estar exageradamente orgullosos de nuestro tiempo presente: ninguna de las dos puntualizaciones anteriores puede velar el hecho inequívoco de que Jesús fracasó estrepitosamente en su intento de convencer al pueblo de los valores de la no violencia. Y aquí lo más importante es admitir que, muy posiblemente, hoy volvería a fracasar: se impone el realismo de aceptar que, hoy como entonces (a pesar de la defensa de la paz que, como decíamos, muchos respaldan) la no violencia dista mucho de ser aceptada por la mayoría como la mejor vía para resolver nuestros conflictos.
Es más, no deja de ser asombroso constatar que vivimos en tiempos propicios para el populismo, y no sólo en los castigados países del sur. Vemos como líderes políticos portadores de mensajes simples e incendiarios, impregnados de violencia apenas disimulada (o ni eso) hacia los que no piensan como ellos o, sencillamente, son distintos (inmigrantes, refugiados, extranjeros…), recogen apoyo, aplausos y votos en democracias consolidadas de países desarrollados, tanto en Europa como en América. Hoy, los profetas de la no violencia tampoco lo tienen fácil.
Esta reflexión, a las puertas de Semana Santa, no quiere ser pesimista ni desalentadora: se trata simplemente de reconocer que aquella no violencia que Jesús no logró hacer atractiva para los hombres y mujeres de Jerusalén sigue hoy necesitada de partidarios y amigos. El fracaso del Mesías montado en el pollino se nos presenta como un reto y una invitación a seguir anunciando, como buenamente podamos, y sin cansarnos, la paz —esa paz que tantas veces se nos escapa, esa paz que únicamente conquistaremos desde el perdón, la tolerancia y el rechazo radical a toda forma de violencia.
Y sin embargo no deberíamos ser ingenuos ni estar exageradamente orgullosos de nuestro tiempo presente: ninguna de las dos puntualizaciones anteriores puede velar el hecho inequívoco de que Jesús fracasó estrepitosamente en su intento de convencer al pueblo de los valores de la no violencia. Y aquí lo más importante es admitir que, muy posiblemente, hoy volvería a fracasar: se impone el realismo de aceptar que, hoy como entonces (a pesar de la defensa de la paz que, como decíamos, muchos respaldan) la no violencia dista mucho de ser aceptada por la mayoría como la mejor vía para resolver nuestros conflictos.
Es más, no deja de ser asombroso constatar que vivimos en tiempos propicios para el populismo, y no sólo en los castigados países del sur. Vemos como líderes políticos portadores de mensajes simples e incendiarios, impregnados de violencia apenas disimulada (o ni eso) hacia los que no piensan como ellos o, sencillamente, son distintos (inmigrantes, refugiados, extranjeros…), recogen apoyo, aplausos y votos en democracias consolidadas de países desarrollados, tanto en Europa como en América. Hoy, los profetas de la no violencia tampoco lo tienen fácil.
Esta reflexión, a las puertas de Semana Santa, no quiere ser pesimista ni desalentadora: se trata simplemente de reconocer que aquella no violencia que Jesús no logró hacer atractiva para los hombres y mujeres de Jerusalén sigue hoy necesitada de partidarios y amigos. El fracaso del Mesías montado en el pollino se nos presenta como un reto y una invitación a seguir anunciando, como buenamente podamos, y sin cansarnos, la paz —esa paz que tantas veces se nos escapa, esa paz que únicamente conquistaremos desde el perdón, la tolerancia y el rechazo radical a toda forma de violencia.
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