jueves, 24 de julio de 2014

ESPACIO DE REFLEXIÓN

VIVIR LA CONFIANZA

Quizá no siempre damos a la confianza el protagonismo que tiene en el desarrollo de las relaciones humanas: es absolutamente esencial. Sin confianza, ninguna amistad puede crecer. La confianza es para la amistad lo que el agua es para un árbol o una flor. Sin ella, la semilla queda enterrada, infecunda. En una relación que comienza, la confianza que las personas expresan y se demuestran es lo que va posibilitando que crezca el aprecio mutuo. Y evidentemente, confianza pide confianza: si alguien confía en otra persona y es correspondido con suspicacia, la relación quedará truncada.

Lo que nos parece interesante subrayar es que seguramente la confianza no es el resultado de la amistad sino su condición. Las personas no construimos primero una amistad y después nos fiamos unos de otros. Es al revés: porque nos fiamos de otros podemos construir una amistad con ellos. La confianza, por decirlo así, no es tanto el fruto de la amistad sino el suelo en el que ella puede arraigar y crecer.

Cuando Jesús afirma, en el Evangelio de Juan, que los discípulos son sus amigos y no sus siervos, argumenta: «El siervo nunca sabe lo que suele hacer su amo. A vosotros os llamo amigos porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15). Son sus amigos porque Jesús, confiando en ellos, les ha compartido su vida interior.


Surge entonces la cuestión de cómo sortear el peligro de confiar en personas que no son merecedoras de la confianza en ellas depositada –y que por lo tanto harán mal uso de la misma. Probablemente nunca se podrá evitar del todo: depositar la confianza en otros siempre implicará cierto riesgo, aunque es cierto que con la experiencia y la acumulación de vivencias positivas y negativas todos podemos desarrollar un cierto sentido de la oportunidad, que nos ayude a discernir cuánto y en quién confiar. De todas formas, vista la centralidad que tiene la confianza en el nacimiento y desarrollo de la amistad, lo que nos debería preocupar realmente, mucho más que el peligro de confiar en quien no deberíamos, es la situación opuesta: lo que es verdaderamente grave es recelar de quien deberíamos fiarnos. Ser exageradamente suspicaces siempre será peor que ser demasiado confiados. Porque si pecamos de ingenuos, pronto los acontecimientos se encargarán de mostrarnos nuestro error. En cambio, si nos pasamos de recelosos ahogaremos posibles amistades antes de que nazcan, y quizá jamás sabremos qué oportunidades hemos perdido, quién sabe si para siempre, de construir con otros auténticas relaciones de aprecio mutuo.

Martí Colom

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