lunes, 23 de febrero de 2015

A FONDO



IMPLICACIONES Y RETOS DE SER IGLESIA PEREGRINA

Martí Colom

Es bien sabido que uno de los logros importantes del Concilio Vaticano II fue recuperar la imagen de la Iglesia peregrina, la idea de la comunidad eclesial entendida como pueblo de Dios en marcha. Empecemos por subrayar que, en efecto, se trató de una recuperación, pues es un concepto que obviamente tiene su fundamento en el relato bíblico del Éxodo y que ya se usó en los primeros siglos del cristianismo. De hecho, el mismo Jesús apunta hacia la dimensión peregrina del cristiano cuando afirma que «los zorros tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (Lc 9,58) –una frase que no es una queja, sino la afirmación de un valor evangélico positivo. En sus cartas, Pablo nunca saluda a las comunidades a las que escribe refiriéndose a ellas como «la iglesia de Corinto», o de Éfeso, o de Tesalónica… sino como la Iglesia en cada una de estas ciudades, la Iglesia de Dios que está en... hay un matiz importante en este detalle, que revela un esfuerzo por rehuir la impresión de establecimiento y fijación que daría la preposición “de” y que se evita con la formulación paulina.




Esta noción de que los cristianos están de paso, siempre en camino, es prevalente en la época patrística. En la Ciudad de Dios San Agustín escribe que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios»[1] (la Constitución Lumen Gentium recuperará esta cita en su número 8), y quizá nadie la expresa mejor que el autor anónimo de la Carta a Diogneto, del siglo segundo, en el famoso pasaje donde describiendo a los cristianos dice: «toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña». Es decir, que aunque se adaptan con facilidad a cualquier entorno, en el fondo viven siempre como forasteros, como peregrinos, incluso allí donde nacieron: «Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo», concluye un poco más tarde[2].

Con el transcurrir de los siglos la idea de la Iglesia como comunidad que camina, que avanza y que está en peregrinación prácticamente dejó de utilizarse: la progresiva consolidación, expansión e institucionalización del cristianismo seguramente hizo que esta imagen pareciera extraña e inadecuada, y se prefirieron modelos como el de “Iglesia-sociedad perfecta”, “Iglesia jerárquica”, o “Iglesia militante”. En seguida puede advertirse que estos modelos tienen connotaciones estáticas: conciben la Iglesia como un ente acabado, inmutable y completo. El valor de pensar en la Iglesia como peregrina es que concibe la comunidad en términos dinámicos. Estamos en camino; todavía no hemos llegado a nuestro destino.

Como decíamos, atentos sin duda a estos matices, los padres del Concilio recuperaron la noción de la Iglesia peregrina. Usaron el término en tres de las cuatro grandes constituciones conciliares (Dei Verbum 7; Lumen Gentium 8, 14 y 48; Sacrosantum Concilium 2), y en el decreto Unitatis Redintegratio (sobre el ecumenismo) 6, donde escribieron: «Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad». Sin usar explícitamente el concepto, quizá sea en el número 9 de Lumen Gentium donde mejor se explica la realidad que se quiere describir, conectándola con la experiencia del Éxodo:

Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18).

En las siguientes líneas quisiéramos explorar algunas consecuencias de esta comprensión dinámica de la Iglesia peregrina, pueblo de Dios en marcha. ¿Cómo es una comunidad eclesial que realmente se entiende a sí misma “en camino”? ¿Qué retos presenta el carácter peregrinante de la Iglesia? No pretendemos agotar el tema, pero sí anotar diversas implicaciones y retos relacionados con él.

1. Nos parece que, en primer lugar, una Iglesia peregrina es consciente de su historia, o más exactamente, de su historicidad, de su ser histórica. En el momento en que la comunidad se piensa a sí misma como pueblo en marcha, que va de un lugar a otro, adquiere conciencia de las etapas por las que ha pasado a lo largo de su andadura, de su evolución y de su inserción en el tiempo. Aprende a mirar a su pasado, en el que encontrará luces y sombras, y con todo ello evita el espejismo de pensarse como algo a-temporal, que ha permanecido idéntico a través de los siglos. La Iglesia peregrina descubre su propia transformación a lo largo del tiempo, y este descubrimiento será significativo para poder discernir qué es en ella esencial y nuclear y qué es secundario y periférico.

2. En segundo lugar, si la Iglesia acepta que su naturaleza es peregrina y que así es como Dios la sueña, sin madrigueras donde esconderse ni nidos donde refugiarse, y que estar siempre en marcha es un rasgo permanente y no transitorio de su misma identidad, entonces aprenderá a disfrutar del camino. En vez de anhelar y perseguir una estabilidad y una fijación utópicas, descubrirá la belleza de “hacer camino al andar”, como diría Machado. Apreciará la riqueza inherente que hay en el hecho de avanzar y acumular vivencias, y no experimentará los cambios como amenazas a su existencia sino como etapas naturales y necesarias en su viaje.

3. Una Iglesia peregrina es consciente de que no ha llegado a la tierra prometida de la verdad absoluta: aprende a vivir con el Misterio de los horizontes que todavía no ha traspasado, y en vez de afirmar que ya tiene todas las respuestas se sabe más bien en búsqueda. Por lo tanto, y eso es significativo, no vive tanto para proteger lo que tiene como para encontrar lo que todavía no posee.

4. Una Iglesia peregrina sabe que necesita ayuda. A los caminantes les hace falta un bastón, albergues, señales, personas que les indiquen la dirección. Consecuentemente, cuando la Iglesia es consciente de que está en camino se hace naturalmente humilde: sabe que debe buscar apoyos, y libre de la ilusión de haber alcanzado ya el puerto, aceptará compañeros de camino: de hecho, todo aquel que se comprenda a sí mismo también como caminante será bienvenido.
5. Una Iglesia peregrina, que se concibe a sí misma en crecimiento y transformación permanente, será comprensiva con la evolución y procesos de los demás. Ya no mirará a los otros desde la seguridad e intransigencia que daría el creer que mientras los demás dan vueltas ella disfruta de una inmutabilidad constante; al contrario, desde su misma experiencia de cambio –con las dificultades y tensiones que el cambio implica, entenderá el cambio y la posibilidad de cambio en los demás (en otras instituciones, y en las personas).

6. Cuando se sabe peregrina la comunidad entiende y acepta que ella siempre será incompleta. Lo dice el número 48 de la Lumen Gentium: la Iglesia «no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1,20; 2 P 3, 10-13)». Es más, asumido lo dicho, los miembros de una Iglesia peregrina no viven esta falta de plenitud en clave negativa sino que ven en ella una oportunidad y una gracia.

7. En séptimo y último lugar, una Iglesia que descubre su identidad en el camino se hace consciente del papel fundamental del Espíritu Santo. La iglesia/sociedad perfecta no necesitaría la dirección del Espíritu. ¿Para qué? Ya cree tenerlo todo. En cambio, un pueblo de Dios en marcha entiende que quien lo guía es el Espíritu.

Indudablemente, hay también un aspecto de madurez psicológica en la capacidad de saber vivir como Iglesia peregrina, y de saber estar cómodos en medio de la incertidumbre que conlleva el camino. El intento de tenerlo todo bajo control y de poseer explicaciones o respuestas para cualquier eventualidad es inmadura e infantil: la persona adulta intenta convivir sin ansiedad con el hecho vital de que siempre habrá zonas oscuras de la realidad, conflictos no resueltos, aspectos del mundo, de los demás y de uno mismo que solo muy poco a poco se irán dilucidando – y otros que nunca terminaremos de aclarar.

Ahora bien: vivir como Iglesia peregrina comporta también grandes retos. Quizá el principal sea el reto que tuvo que enfrentar el pueblo de Israel en el desierto: la tentación de las ollas de Egipto. Ante la certidumbre un poco paradójica a la que venimos haciendo referencia a lo largo de estas líneas, de que en la vida lo más constante es el cambio, es muy fácil caer en el miedo y, dando marcha atrás, buscar la tranquilidad que comporta vivir sin búsquedas de ninguna clase. Renunciar a llegar mañana a la Tierra Prometida a cambio de conseguir hoy unas cuantas seguridades básicas.

El problema de querer volver a Egipto no es solo teológico (Dios quiere una Iglesia peregrina) o espiritual (sólo quien busca encuentra): el problema es que mientras que los israelitas quizá podían recular y regresar a la esclavitud del faraón, nosotros no podemos. ¿Adónde regresaríamos? ¿Cómo escapar de las coordenadas temporales que nos definen? No se puede parar el tiempo, no podemos no crecer, no podemos no andar –algunos querrán caminar más despacio, ir en cámara lenta, pero la naturaleza misma de las cosas nos impide dar marcha atrás o quedarnos fijos en un punto de la ruta.

Es decir, a modo de conclusión, que además de hallar motivos de celebración en el hecho de estar siempre en camino, somos también una Iglesia peregrina, simple y llanamente, porque no podríamos ser otra cosa. 






[1] San Agustín, De civ. Dei., XVIII, 51, 2: PL 41, 614.
[2] Carta a Diogneto, V.

No hay comentarios:

Publicar un comentario